01 enero 2023

#MaríaJoséGriñón - La injusticia de Oriente


María José Griñon   
Educadora


La injusticia de Oriente


Creía en los reyes con fervor absoluto. Año tras año esperaba la cabalgata en una calle costeruda muy cerca de mi casa. Los Reyes subían por la calle Mayor encaramados en destartaladas carrozas acompañados por una corte de pajes a los que inevitablemente, año tras año reconocía, pero mi mente infantil, atrincherada en su intenso deseo jamás cuestionó la veracidad y solemnidad de aquel cortejo, a pesar de su aderezo desastroso. Sus componentes lucían pelucas reviradas, caras pésimamente ennegrecidas, pantalones raídos asomando bajo túnicas deslucidas.

Observaba con devoción el lentísimo ascenso de aquella comitiva. Todo me seducía, adoraba la displicencia que mostraban sus miembros repartiendo besos y caramelos con abundancia Real. La ansiedad aumentaba minuto a minuto ayudando a combatir el frío que calaba hasta los huesos. En ese momento no importaba el frío, no importaban tampoco los escasos regalos del día siguiente. En esos instantes luminosos, suspendida la magia y el deseo en la llama temblona de las antorchas, solo importaban ellos, verlos pasar, confirmar su existencia.

 
Adoración de los Magos (1568, El Greco)



Y es que creía en los Reyes con fervor absoluto. No importaba lo que rumoreasen las mayores del cole, no importaban las dudas que en mí misma surgían. Creía en ellos a pesar de que no eran buenos conmigo, a pesar de que siempre los consideré extremadamente injustos.

Lo eran. Podía confirmarlo año tras año al regresar a la escuela después de Navidad. Pasadas las vacaciones corroboraba tristemente esa injusticia comparando mis regalos con los de mis compañeras. Resultaba difícil comprender y asumir las desproporciones, silenciar y digerir ese realidad.

Como alumna gratuita en colegio de pago fui muy consciente desde niña de las desigualdades sociales. Entendía mi situación familiar y la aceptaba sin cuestionamientos, al fin y al cabo así eran las cosas en el entorno que vivía, carecía todavía de argumentos para analizar las injusticias del orden social a pesar de que era muy consciente de ellas. Al margen de las múltiples preguntas que me hacía sobre la organización de mi pequeño mundo, lo que verdaderamente me desasosegaba eran Ellos. No podía entender que Ellos, los representantes del cielo y del amor verdadero, los Magos poderosos a los que adoraba, admitieran y ejecutarán sin reservas las perversas desigualdades del mundo de los hombres, esas que yo sufría a diario.

Pero quería creer en esos Reyes exigentes, inalcanzables, arbitrarios, injustos. Tuvieron que pasar muchos años para poder entender que en realidad, esas son las relaciones que se engendran y se solidifican entre súbditos y realeza, entre el poder y los sometidos.

Mi relación con Ellos fue siempre una relación de admiración, amor y odio intensísima. Se alzaban por encima del bien y del mal, se suponía que eran justos y sin embargo bendecían la injusticia. La ejercían con elegancia suprema, la avalaban, la normalizaban, la consolidaban y yo la asumía de manera irreversible.

Las discriminaciones que lastimaban día a día mi corazón de niña pobre y que aceptaba a pesar de no entenderlas; quería pensar que al venir pactadas y organizadas desde el mundo de los hombres podrían ser modificadas, pero estas ideas mías, frente a los tres solemnes personajes se diluían irremediablemente, perdían peso, frente a Ellos no había alternativa y quedaba desarmada. Ellos consolidaban la injusticia del mundo año tras año, la dignificaban invistiéndola con carácter sagrado, convirtiendo lo que tanto dañaba en algo inamovible, incuestionable, bendecido por Dios.

No importaba una carta sin tachones, no importaba ser buena o ser mala, todo estaba decidido de antemano. Frente a esa evidencia sólo quedaba esperar las migajas de Oriente, la generosidad de Oriente, la compasión de Oriente o, peor aún, las sonrisas amables de aquellas damas de la caridad de la lágrima.

Someterse a Oriente para eso.

A mi afilado pensamiento de niña buena no le pasaba por alto que las que más tenían eran también las que más recibían de aquellos Magos y, aunque este hecho lo aceptaba con resignación, generaba angustia y grandes preguntas. En ocasiones hasta llegué a creer que algo perverso debía fluir por mis entrañas para convertirme en no merecedora de nada. No obstante, y a pesar de todo, no quería dejar de creerles ni dejar de querer que me amasen, ¡tanta fascinación ejercían sobre mí aquellos personajes!

Por eso, cuando definitivamente desaparecieron de mi imaginario quedé estupefacta, pero recuerdo con gran nitidez que una vez digerida esa realidad, dejar de creer en los Reyes Magos alivió mi corazón.

Dejar de creer en los Reyes Magos supuso reestructurar mi pensamiento. Dejar de creer en los Reyes desenmarañó todo el galimatías que discurría imparable en mi cabeza desde siempre y abrió un luminoso horizonte frente a mí. Nada estaba designado desde la omnipotencia divina. La grieta de libertad que abrieron sus Majestades al desaparecer de mi universo permitió pensar en un futuro distinto, el cielo no me condenaba. El mundo podía cambiar pues la confirmación de una injusticia sagrada se había disuelto y la igualdad, quizás, alguna vez fuera posible. Mi vida podía transformarse.

Dejar de creer en los Reyes suponía comenzar a creer en las personas, en la justicia y en mí misma, por eso, a la temprana edad de diez años, de manera inconsciente pero también con una firmeza absoluta, me posicione para siempre contra el poder.

Dejar de creer en los Reyes supuso también el acercamiento y el reconocimiento a esa figura lejana y silenciosa que desde siempre había sido mi padre. Mi padre panadero, trabajador de la noche con el cansancio y el sueño siempre a cuestas. Mi padre, que después de sus duras jornadas nocturnas tirando de pala en el obrador, hacía horas extras por la mañana en otro horno y trabajaba la huerta. Mi padre, al que en tantas ocasiones observe conmovida como vencido por el cansancio y el sueño, el vaso de leche caliente que tomaba al llegar a casa, incapaz de sostenerlo entre las manos se le deslizaba estrellándose en el suelo. Mi padre, que no sé cómo lo hizo, pero una noche de reyes, cuando ya parecía que tampoco ese año sería posible, me regaló una bicicleta.■

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