09 octubre 2022

#MiguelÁngelGracia - “¿Cuáles son mis opciones?” Europa ante la encrucijada energética

Miguel Ángel Gracia
Especialista en proyectos europeos, desarrollo local
magconsultor@hotmail.es
www.consultoraeuropea.com


En la ficción política televisiva “Borgen”, la primera ministra danesa Birgitte Nyborg, parafraseando en cierto modo a su paisano Hamlet, solía preguntar a sus asesores “¿Cuáles son mis opciones?”, cuando se veía ante la necesidad de afrontar uno de tantos dilemas del poder. Estoy convencido de que este tipo de preguntas se las están haciendo en la actualidad todos los jefes de la política europea: Comisión, primeros ministros, presidentes... porque la situación en la que se encuentra Europa es endiablada, y las opciones, no muy numerosas y no exentas de inconvenientes.

Una situación endiablada

La situación “endiablada”, como la definió el presidente Pedro Sánchez, está formada por dos crisis: una de precios y otra de abastecimiento; están interrelacionadas, pero merecen un análisis separado, para una mejor comprensión, y son fruto de una serie de factores que se han ido acumulando en el tiempo.

En primer lugar, los altos precios del gas natural y de los derechos de emisión de CO2, que se venían dando ya desde primeros de 2021, habían empujado al alza a los precios de la electricidad (proceso exacerbado por el vigente sistema de precios marginales, del que ya hemos hablado en otros números de “Compromiso y Cultura”). Y esto tenía consecuencias graves sobre la inflación, sobre las economías domésticas y sobre las empresas. Conviene recordar que, hace un año, cuando el Gobierno español clamaba en la UE por una modificación de las reglas del mercado eléctrico, se le dijo que los altos precios eran una cuestión “española”, que el mercado funcionaba y que no había motivo para cambiarlo...

...llegó la invasión de Ucrania por la Rusia de Putin en febrero de 2022, y todo cambió, a peor. La primera consecuencia fue una subida brutal de los precios del gas y del petróleo a nivel mundial, algo lógico cuando uno de los principales proveedores mundiales se mete en una guerra. Dicha subida provocó, como antes en España, un aumento de la inflación en toda Europa, de efectos gravísimos sobre los hogares y las empresas, no solo los más pequeños y vulnerables (que también), sino incluso ya las grandes industrias que constituyen la columna vertebral del tejido productivo europeo, con su corolario de pérdida de competitividad, cierres y paro.


Una crisis de precios

Pero, a su vez, esta subida de precios que atenazaba millones de hogares y negocios en toda Europa, significaba unos beneficios “caídos del cielo” de dimensiones obscenas para las grandes energéticas, que vendían energía nuclear o hidráulica, o eólica (producidas a un coste marginal cercano a cero), a precio de kilovatio producido con ciclo combinado (a un coste de más de 200 euros el megavatio). Mientras los hogares no podían pagar los recibos, o las pequeñas empresas tenían que cerrar y mandar a sus empleados a la calle, las grandes empresas energéticas batían records de beneficios cada mes… una situación insostenible, desde cualquier punto de vista, incluso para los más fervientes partidarios del libre mercado.

Ante esta situación, los líderes europeos formularon la pregunta “¿qué opciones tengo?” y durante la primavera surgieron diferentes propuestas paliativas (lo que la Comisión Europea llamó la “caja de herramientas” para que los Estados miembros de la UE pudieran elegir las que creyeran oportunas). Pero se trataba de propuestas muy tímidas, ya que no tocaban, ni la estructura del mercado de la electricidad (es decir, el mecanismo por el cual se forman los precios), ni los beneficios descomunales de las grandes energéticas. Solo cuando la inflación (la hidra más temida por la economía y el establishment alemán desde hace cien años) se ha disparado por toda Europa, cuando hay casi cuarenta millones de europeos en situación de pobreza energética, y cuando el descontento popular amenazaba con una oleada de chalecos amarillos (descontento capitalizado muy a menudo por la extrema derecha), los jefes europeos se han atrevido a empezar a tocar los beneficios de las grandes empresas energéticas, y se han atrevido a establecer un tope al precio que perciben las tecnologías inframarginales: medidas que la derecha española hubiera calificado de “bolivarianas” o “comunistas”, asumidas y defendidas este mes de septiembre ante el Parlamento Europeo por Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, miembro de la democracia cristiana y del Partido Popular Europeo: “cosas veredes, Sancho”...

Las propuestas planteadas (tope a la retribución de las tecnologías inframarginales, generación de un fondo para destinarlo a los consumidores y empresas más desfavorecidas, impuesto extraordinario y temporal sobre las empresas del sector de los combustibles fósiles...) van a necesitar un cierto tiempo para llevarse a la práctica, su resultado puede ser variable (su ejecución recae sobre los Estados Miembros), y siguen sin afrontar la necesaria reforma del mercado marginalista de la electricidad, algo que llevará tiempo, y contra la cual hay enormes presiones de los grandes grupos de poder económico… veremos.


Una crisis de abastecimiento

Si la crisis de precios y de inflación es grave, pero puede tener soluciones de carácter político y administrativo relativamente operativas, la crisis de abastecimiento tiene un cariz más preocupante. La guerra en Ucrania está poniendo a Europa ante el espejo de su enorme dependencia energética, y de su debilidad geopolítica. La facilidad con la que Putin cierra el grifo y se permite jugar con las sociedades europeas, demuestra el gran error de la canciller Merkel y del establishment alemán, cuando pensaron que los enormes gasoductos Nord Stream (que transportan gas ruso hasta Alemania a través del Báltico), no sólo iban a alimentar las economías europeas, sino que eran una forma de “tener atada” a Rusia a largo plazo, en calidad de sumiso proveedor de materias primas: es el fracaso de una lectura geopolítica de tintes neocolonialistas, que no percibía, tampoco, otras dos cosas: una, que la Unión Europea es hoy en día un mero peón -una pieza débil- del gran juego estratégico que representa el dominio de Eurasia, y al que juegan Estados Unidos, Rusia y China; y otra, que el gas que Rusia deje de vender a Europa lo venderá a China o a la India, o a docenas de economías emergentes por el mundo entero, con una potencia demográfica incomparablemente mayor a la europea.

En segundo lugar, la crisis de abastecimiento del gas pilla a Europa con los dos pies cambiados: por un lado, las energías renovables están todavía poco extendidas, pero es que se enfrentan a serios problemas para su generalización, habida cuenta de las enormes diferencias en términos de magnitud respecto a las energías convencionales (sustituir una central como la térmica de Andorra necesitaría ¡¡mil!! gigantescos aerogeneradores de 1 megavatio cada uno): las protestas ante la proliferación indiscriminada de megaparques eólicos y fotovoltaicos en zonas rurales o costeras convertidas en “territorios de sacrificio”; los límites de las numerosas materias primas críticas necesarias para la fabricación de turbinas eólicas, placas solares o baterías; el problema de la intermitencia de la generación renovable (cuya solución pasaría por el almacenamiento en baterías, el almacenamiento en un embalse, en forma de energía potencial, o mediante la generación de electricidad con gas en centrales de ciclo combinado, con el consiguiente efecto sobre los precios). Además, están los límites tecnológicos, económicos y logísticos para la generalización del hidrógeno (vendido como la ”panacea” de nuestro futuro energético, cuando el camino por recorrer es todavía muy largo, demasiado largo...). De nuevo, Europa se encuentra ante el espejo, donde ve reflejada su lentitud a la hora de promover las renovables, de investigar más y mejor en nuevos recursos, en mayor eficiencia, en tecnologías disruptivas… ha llegado el examen, y los deberes sin hacer.

Se intenta también buscar otros proveedores de gas, y se encuentran en Nigeria, en Noruega, en EE.UU. (que nos vende gas obtenido mediante la técnica de fracking, en sus correspondientes territorios de sacrificio), en Qatar (cuya autocracia dictatorial es ahora blanqueada por el capital mundial), pero el problema (además del precio, más caro, y de la cantidad, más pequeña que la que llegaba de Rusia), es hacer llegar el gas, y después distribuirlo por el continente. Y ello pone a Europa ante el espejo de su falta de política energética común: dado el carácter geopolíticamente tan sensible de la energía, cada Estado ha tenido potestad para definir su mix energético, su red de transporte, y sus conexiones -o no- con los países vecinos). Lo estamos viendo con la propuesta para el gasoducto MidCat (con el que se pretendía llevar gas proveniente terceros países, previamente regasificado en los puertos españoles, hacia Alemania a través de Francia); la posibilidad de que Alemania asuma un papel de socio comercial preferencial en el norte de África ha resultado inaceptable para Francia, que se ha negado en redondo a este proyecto.

Añadiremos, por otra parte, que tanto la apuesta renovable como la apuesta por más gas, no son apuestas de corto plazo, ya que la construcción y puesta en operación de todas estas infraestructuras necesitan de mucho dinero y de muchos años, y el próximo invierno llega en tres meses, y el siguiente en quince meses.

Por ello, se está instalando una sensación de “sálvese quien pueda”, y los Estados están olvidando sus compromisos climáticos (a pesar de que este verano nos está demostrando que el cambio climático ha llegado para quedarse), y asistimos a un desfile de urgencias e improvisaciones, a la revisión de proyectos abandonados, o a considerar como proyectos sólidos lo que hasta hace poco hubieran sido ocurrencias: los Verdes alemanes en el gobierno reactivando centrales de carbón, los gobiernos de Castilla y León o de Extremadura pidiendo la reapertura o la prolongación de la vida útil de las centrales nucleares de su territorio, o el Consejero aragonés de Industria pidiendo que se vuelvan a explorar hidrocarburos en el Pirineo de Huesca… Pero, igualmente, nos damos cuenta de que muchas de estas opciones no son inmediatas, que pueden llevar años, que no nos solucionarían este invierno, que tal vez sí el siguiente, pero, en el contexto de cambio climático, sería una especie de “ándeme yo caliente...” mientras dejamos el muerto de nuestro confort a las generaciones futuras.


Medidas de ahorro

Hemos hablado de la oferta, pero la otra pata es el consumo, cómo reducir drásticamente nuestra demanda de energía. La Comisión Europea propuso una reducción obligatoria del 15% del consumo de gas de los Estados Miembros, propuesta que encontró fuerte oposición. En todo caso, los Estados han tenido que presentar sus planes de ahorro energético, y ahí llama la atención dos cosas. La primera es la fuerte reacción que ha habido, en muchos círculos sociales y mediáticos, a asumir medidas de ahorro que deberían ser algo normal y sensato, y no solamente algo ligado a tiempos de crisis: ¿es que hay algún problema en apagar los escaparates a las 12 de la noche, o en dejar el aire acondicionado a 27º, cuando en la calle se está a 40º, o, en invierno, tener la calefacción a 20º y ponerse un jersey, en lugar de estar a 25º y en camiseta? Hay un punto de aburguesamiento acomodaticio en nuestras sociedades occidentales, poco dispuestas a ningún tipo de sacrificio.

La segunda cuestión es la industria: en España (y en casi todos los países), la industria representa más de la mitad del consumo de gas, en procesos para los cuales no hay alternativas tecnológica y económicamente viables a corto plazo. Si queremos reducir el consumo de gas de manera evidente para hacer frente a una eventual prolongación del cierre del grifo por parte de Rusia, eso supone el cierre total o parcial de sectores económicos de la mayor importancia: la cerámica, la siderometalúrgica, muchas agroalimentarias… y supone por tanto un impacto social tremendo. Por ello, hay que pensar sin dilación en un “escudo social” que, de modo análogo al puesto en marcha durante el confinamiento, reduzca las consecuencias sociales del cierre taxativo de plantas industriales.


Sin soluciones mágicas

Como se ve, las opciones no son muy abundantes, tampoco son completas, y en la mayoría de los casos son bastante imperfectas y con bastantes efectos colaterales. Razón que explica las idas y venidas de los responsables políticos, la desconfianza ciudadana ante los mismos, y el miedo al futuro (como dice el maestro Yoda: “El miedo es el camino hacia el Lado Oscuro”, y escribo estas líneas cuando es muy posible que, en los próximos días, cien años después de la Marcha sobre Roma, el fascismo vuelva a gobernar Italia, país muy dependiente del gas ruso).

Porque hay otra opción, que nadie parece querer explorar, y es la de la paz. Si una guerra es lo que ha exacerbado (si no provocado) la situación que vivimos ahora, ¿no sería lógico trabajar activamente en buscar la paz? La paz, que no solo evitaría los sufrimientos diarios del pueblo ucraniano y de los muchachos rusos convertidos en carne de cañón, sino que aliviaría a familias y empresas, daría estabilidad a las sociedades, a los “mercados” (a aquellos que les preocupan tanto), y sería la mejor y más rápida manera de recuperar la senda de la normalidad. Pero los líderes europeos -con la excepción del presidente francés Macron- han asumido la retórica belicista y ni se plantean explorar esta vía, no siendo conscientes, parece, de la debilidad europea desde tantos puntos de vista. Y las consecuencias, las pagaremos los ciudadanos europeos.■

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