01 junio 2022

#MiguelÁngelSanzLoroño - El adiós de Enrico Berlinguer

Enrico Berlinguer, líder del Partido Comunista Italiano, logró el 34% de los votos en las elecciones de 1976.

El adiós de Enrico Berlinguer


La imagen de hombre bueno, honesto y austero que Berlinguer cultivó durante toda su vida política no fue suficiente para que un comunista, con más de un tercio del electorado italiano en su mano, accediera al poder en un país clave de la Europa Occidental bajo la tutela de EEUU. Con la muerte de Berlinguer desapareció otra Italia posible y con el paso de los años la propia izquierda italiana sucumbió bajo la marea pestilente y populista del berlusconismo.

No fue un hombre chispeante, pero sí un hombre bueno, audaz y valiente. Perfecto retoño del particular comunismo italiano, Enrico Berlinguer (1922-1984) se caracterizó por un carácter sobrio y sereno. De mirada triste y rostro de actor de cine neorrealista, Berlinguer se naturalizó en el imaginario italiano como la figura de un padre confiable y honesto. Sempiternamente unido a la corbata y a la austeridad, quiso imprimir la dignidad de la persona como fundamento ético en la política y llevar a cabo las reformas que la hicieran posible. Su sobrecogedor funeral, al que acudió más de un millón de personas, fue testigo de su labor y la luz titilante y roja de un mundo, nacido en 1917, que caminaba hacia su fin.

Comunista a fuerza de ser ilustrado, su ideario político estuvo marcado por tres contextos: los orígenes cultos y sardos de su familia; la victoria antifascista de 1945; y el aprendizaje en el PCI bajo el magisterio de Palmiro Togliatti. Éste último, el horizonte comunista, sufrió un proceso de degradación acelerado entre la represión soviética de los eventos de Budapest (1956) y lo que el propio Berlinguer, en un acto de ruptura con la URSS, llamó la “tragedia de Praga” (1968). Ciertamente, la vía soviética del camino hacia la modernidad fue enterrada por los tanques del Pacto de Varsovia y por el hormigón grisáceo y deshumanizado de su sociedad y arquitectura. En Italia, una nación de ciudades-estado y un par de grandes reinos al sur y al norte, cuna del Renacimiento y de la teoría política moderna, el brutalismo estepario y sombreado de zarismo del comunismo ruso no era ni atractivo ni factible. El país vecino, hecho de matices y de historia del arte, de políticas hechas de conspiraciones y susurros, moquetas y pactos al filo del abismo y de la madrugada, no podía ser objeto de un asalto al Palacio de Invierno. Ni la sociedad italiana, burguesa y flexible, era la del zarismo, ni el Mediterráneo era la estepa rusa. Encontrar un comunismo a la italiana y un camino propio a la modernidad, respetuoso con el Risorgimento italiano del siglo XIX y la tradición centenaria de sus ciudades, se impuso como necesario. Togliatti lo supo y Berlinguer siguió su camino.

Y es que Italia no era -ni es- un país cualquiera. País central del Mediterráneo, miembro fundador de la Comunidad Europea y de la OTAN, Italia siempre ha bailado entre lo grave y lo catastrófico, aunque las situaciones, como reza el dicho, nunca han llegado a la categoría apocalíptica de lo serio. Equilibrista y ladina, su política ha sido la cuna de casi todas las ideologías y experimentos con y sin gaseosa. Sin esto en mente no se puede entender la deriva contorsionista de la República ni el desarrollo del PCI dentro de ella, como tampoco puede comprenderse la reacción criminal del Estado profundo italiano al llamado otoño caliente de 1969, que marcó la década de 1970 y el destino del partido y de la propia Italia.

El PCI fue el segundo más votado durante cuarenta años, pero nunca accedió al gobierno. Se quedó como la oposición eterna a la Democracia Cristiana, primero, y al sistema coaligado contra él, después. En consecuencia, fue el único que no se vio devorado por el escándalo de la corrupción que arrasó las instituciones en los años de 1990 (Tangentopoli). Y, sin embargo, estuvo ahí para recoger la siembra de su decencia y su buen hacer en los gobiernos locales. Había desaparecido, en un fenómeno lleno de melancolía y perplejidad, entre los escombros del Muro de Berlín. Para entonces, Berlinguer ya no estaba entre los vivos.

Ante semejante final, su carisma de hombre bueno, baqueteado en el turbión de geopolítica y plomo que vivió Italia en la década de 1970, resurgió en contraste con unos epígonos de tres al cuarto. La orfandad que dejó tras de sí, extendida como la noche de todas las utopías, se derramó sobre la década de 1990 sumiendo a la izquierda italiana en un marasmo de renuncias, timidez y sinvergonzonería1. Muchos se preguntaron entonces, agregando al personaje poderes y certezas que nunca tuvo, qué habría sido del partido y de Italia de haber vivido el último secretario general para guiarlos. Y de esa pregunta, necesariamente sin respuesta, vino la melancolía y la derrota, ese aire de tristeza e impotencia, cifradas en la mirada del propio Berlinguer, con el que contemplamos hoy la escena política y el adiós del más grande y original partido comunista de Europa.


Nacido para la política

Al igual que el mito fundador del comunismo italiano, Antonio Gramsci, Berlinguer nació en Cerdeña. Pero, a diferencia de aquél, lo hizo en una acomodada familia liberal, llena de libros, ilustración, contactos sociales y posibilidades de futuro. Desde el principio estuvo conectado con la política. Su padre, un abogado antifascista, fue miembro del Partido de la Acción, el partido de la clase media ilustrada opuesta a los nazis y a Mussolini. Francesco Cossiga, futuro presidente de la República, y Antonio Segni, por decir solo dos nombres importantes, se contaban entre sus conocidos y familiares. Enrico, en otras palabras, no podía escapar de su destino.

Y ese destino fue escrito por la guerra antifascista bajo las siglas del PCI, en el que entró durante la Segunda Guerra Mundial para no salir nunca. Togliatti lo acogió bajo su ala y lo promovió en un ascenso meteórico. Bajo su magisterio, Berlinguer aprendió a vivir el comunismo emanado del VII Congreso de la Komintern, el del Frente Popular, el del orden parlamentario y la reforma social. Este camino tampoco lo abandonaría hasta su muerte.


El PCI de Togliatti, la República de De Gasperi

La República en la que Berlinguer desarrolló su vida política fue fundada por la victoria antifascista del 25 de abril de 1945. Esta República, ganada por los aliados y los partisanos, fue confirmada en el referéndum de junio de 1946, que llevó a Humberto II de Saboya al exilio. El plebiscito, que arrojó un 54 por 100 a favor de la forma republicana, reflejó la división del país en dos grandes mitades: el norte, industrial y republicano; el sur, agrario y monárquico. Esta partición, heredada de la división de la península en ciudades-estado en el norte y el Reino de Nápoles y las Dos Sicilias en el sur, marcaría la geografía del voto durante toda la República, teniendo el PCI sus grandes caladeros en el norte, y la DC en el sur.

En ese referéndum, el pueblo italiano también votó una asamblea constituyente. El resultado fue una expresión del espíritu del 25 de abril de 1945 y un martillazo para Estados Unidos y los imperios europeos. La suma del PCI, convertido en un partido de masas debido a su participación en la guerra partisana, y el PSI, el hasta entonces gran partido de la izquierda, superaban a la DC. El PCI, de hecho, llegó a exhibir más de dos millones de afiliados. Desde esta posición de fuerza, Togliatti puso el sello comunista en la simbología de la República y en su Constitución. Con la ley suprema en la mano, aprobada en 1947 y puesta en vigor en 1948, el desarrollo parlamentario de Italia podría permitir realizar los ideales del VII Congreso, pero la Guerra Fría, que Winston Churchill se encargó de anunciar apenas terminada la otra guerra, congeló este camino durante varias décadas.

La pinza inglesa y estadounidense sobre la política italiana apretó con furia. Si el PCI osaba hollar el Quirinale (palacio presidencial) o el palacio Chigi (residencia del primer ministro), Estados Unidos y el Reino Unido dejarían a Italia fuera del plan Marshall y, de ser necesario, intervendrían como lo habían hecho en la guerra civil griega. Así, hasta las elecciones de 1948 Italia contuvo el aliento mientras los dos grandes bloques se conformaban. En febrero, Praga cayó del lado soviético y Berlín fue bloqueado por orden de Stalin. La pieza italiana decantaría decisivamente el mapa de Europa, partido por un telón de acero que iba desde Stettin hasta Trieste. Togliatti, del PCI, y Pietro Nenni, del PSI, sellaron una tensa coalición electoral y obtuvieron el 30 por 100 del sufragio con la Iglesia y la prensa proclamando el apocalipsis de San Juan y la intervención aliada pendiendo de un hilo. La victoria, decisiva para el futuro, fue para la DC de Alcide De Gasperi, que arrasó con un 48 por 100 del voto. Este resultado, y la presión vivida, fueron el golpe de timón que selló cualquier rendición de cuentas de la dictadura anterior y desvió hacia la derecha tradicional el rumbo de la República y el significado de la Constitución.

Marcada por la dinámica entre De Gasperi y Togliatti, la República echó a andar bajo el paraguas armado de la OTAN y el deseo de Togliatti de mantener la soberanía contra unos y otros, sin dejar de pensar por ello que la URSS, a fin de cuentas, estaba en el lado bueno de la historia. La actuación de Togliatti, arrinconado como líder de la oposición durante el resto de su vida, se enfocó en tres frentes: evitar un golpe de Estado reaccionario, asegurar la autonomía del partido frente a la URSS y aprobar reformas sociales. El VII Congreso, mamado durante su experiencia en España, fue transmitido a Berlinguer como el código de actuación más firme y seguro, avalado por la práctica, las posibilidades de la realidad concreta y los textos, debidamente preparados, de Antonio Gramsci.

Durante veinte años, el PCI siguió la misma línea. Con el gesto serio y la corbata apretada, el comunismo italiano se hizo de masas y masivo. Alejado del poder salvo en ciudades y provincias, labró una red social e intelectual como ningún otro partido en Europa. Si la revolución política no era posible, si la guerra relámpago o de movimientos era inalcanzable, la guerra de trincheras sería el largo camino hacia la reforma completa de la sociedad. La vida cotidiana y la cultura, en otras palabras, eran el terreno donde el partido debía trabajar y construir hegemonía. Y Berlinguer, cuadro excelente donde los hubiera, hizo lo propio desde su puesto en el comité central y en la secretaría de las juventudes comunistas, hasta que la muerte de Togliatti en 1964 y el derrame cerebral de su sucesor, Luigi Longo, en 1968, llamaron a las puertas de su destino. La historia, enloquecida a ritmo de rock and roll, adoquines levantados y corbatas dislocadas, iba a entrar en una guerra relámpago contra la sociedad surgida de 1945. Los tiempos, definitivamente, habían cambiado.


Sessantotto (1968)

Si Togliatti era la corbata de esparto, Berlinguer era la de algodón. Lo suyo, dicho de otra manera, no eran los jeans ni las melenas, sino el corte de barbero y el jersey de punto bajo la chaqueta. Nombrado número dos del partido a los cuarenta y siete años, Enrico no era un hombre joven cuando los estudiantes parisinos buscaron la playa bajo los adoquines y el socialismo de rostro humano de Praga fue aplastado por el Pacto de Varsovia. Siendo de una generación posterior a Togliatti, la suya, sin embargo, no era la misma que la de los jóvenes que ocupaban La Sapienza en Roma o tomaban la fábrica FIAT en el otoño caliente de 1969. Berlinguer, recuérdese, era un comunista de orden parlamentario y de la República antifascista, completamente alejado de la proliferación de grupos izquierdistas como los de Potere Operaio o Autonomia Operaia.

Embebido de la tradición del VII Congreso, que cifraba el germen de la sociedad futura en la clase obrera industrial y situaba el campo de acción política en las instituciones burguesas y en la colaboración con sus elementos progresistas, Berlinguer no concibió nunca que no fuese el PCI el depositario del protagonismo dentro de la izquierda. Para Berlinguer, dicho de otro modo, no había más alternativa política en Italia que el PCI, al que trató de presentar de la manera más respetable y humanista posible, redoblando la apuesta de Togliatti por el orden, la reforma y la austeridad, tres valores, pensaba, que en una sociedad tan católica como la italiana necesariamente debían ejercer atracción suficiente para cambiar la República.

Pero por mucho que se esforzase en presentarse como un afable profesor en el otoño más caliente de la guerra más fría, Berlinguer no dejaba de ser, como puso en una vergonzosa portada la revista Time, la amenaza más roja. Y así fue cómo el crecimiento de afiliados y de votos del partido se vio zarandeado por la estrategia de tensión ejecutada por el Estado italiano, la llamada Operación Gladio, que sembró de cadáveres la península durante dos décadas e hizo acto clandestino de presencia en diciembre de 1969, en el atentado de la Piazza Fontana de Milán. Este acto terrorista, reivindicado por el neofascismo del Ordine Nuevo y facilitado por el Estado profundo, fue adjudicado en un primer momento al anarquismo, lo que permitió meter los derechos constitucionales en un saco y pasar un cepillo de plomo a la década venidera. 17 muertos y 88 heridos fueron el espantoso resultado, una cifra que no se superaría hasta la masacre de la estación de Bolonia, en 1980, que dejó 85 muertos entre los escombros. Entre ambas matanzas se encuentra una década, la de 1970, que cerró la deriva del partido y de la República.


La década de 1970: mucho más que pantalones de campana

El decenio comenzó con el golpe fallido del príncipe Borghese, una de las varias conspiraciones cívico-militares que llenaron Italia de ruido de sables y pinchazos telefónicos. Los llamados años de plomo fueron la resaca del otoño caliente de 1969, una erupción de rebeldía contraria a los acuerdos de 1945 para la que el paso cretácico del PCI no era suficiente ni aceptable. Frente a esa emergencia de un sindicalismo encabritado y una juventud desatada contra la disciplina de sus padres, las fábricas y el sistema político, el Estado reaccionó como solía, la Iglesia cerró la vía abierta por Juan XXIII en el Congreso Vaticano II y el PCI encumbró a Berlinguer a la secretaría general (1972).

Desde ese puesto, Berlinguer marcaría la historia de Italia atrayendo el voto de un electorado desconcertado y temeroso del activismo izquierdista, testimonial pero histéricamente inflado por la prensa, y del golpismo neofascista, excelentemente conectado con el Estado profundo. Lo que su imagen serena logró llevar al partido no fue, dicho de otra manera, una militancia comunista, sino un voto ilustrado o, como puso en una magnífica canción Giorgio Gaber, una fidelidad a la honestidad de buena persona que Berlinguer representaba2.

Para trabajar esta imagen, y seguir en la brecha de la fabricación gramsciana de hegemonía, Berlinguer se distanció claramente de la URSS, señaló la necesidad de reforzar la soberanía nacional y se puso en contacto con obispos, cardenales y empresarios, tratando de situar al PCI como el único capaz de garantizar la viabilidad de la República y la modernización social y política de Italia. Las buenas experiencias de gobierno locales y regionales probaban que el PCI era eficaz, ordenado y austero. Togliatti, de nuevo, se aparecía como la rosa de los vientos del partido y de su secretario general.


1973: el compromiso histórico

La necesidad de un pacto con las fuerzas democráticas se le impuso a Berlinguer, con más urgencia si cabe, después del golpe de Augusto Pinochet en Chile (1973). El bombardeo de La Moneda, así como el plan Cóndor que Henry Kissinger hizo caer sobre Latinoamérica, convirtieron esta táctica en una obsesión. Había que llegar a un “compromiso histórico” con las fuerzas de la Ilustración, esto es, establecer una mayoría social y política para reformar Italia y liquidar el golpismo. En un primer momento, ni la Iglesia, muy influyente en la DC y en la sociedad con sus amenazas de excomunión a todo el que votase al PCI, ni la propia DC, dominada por el inefable Giulio Andreotti, personaje retorcido y ladino donde los hubiera, se mostraron dispuestos. Estados Unidos cogió el teléfono y amenazó con dejarlo caer como un martillo. Nada presagiaba ningún éxito.

Sin embargo, otro hombre de mirada triste y gesto pausado se avino al entendimiento. También pensaba que la República corría peligro y necesitaba reformas que la equiparasen a las democracias modernas del mundo. Se llamaba Aldo Moro, había sido primer ministro y era un demócrata cristiano. Berlinguer y él pactaron un compromiso, cada uno con sus motivos: el primero dominado por la idea gramsciana de que la revolución burguesa en Italia había sido mutilada o mancata, y había, por tanto, que completarla; el otro pensando que la estabilización de la República no se podía hacer dejando en la oscuridad al 30 por 100 de los que la habitaban y votaban. Y entonces, como suele suceder en Italia, ocurrió lo impensable en una década incontrolable: el secuestro de Moro por las Brigadas Rojas lo volvió a arrojar todo al torbellino de la Guerra Fría y las cloacas del Estado.
 

1976: a las puertas del palacio Chigi

En las elecciones legislativas de 1976, la táctica de Berlinguer dio resultado. El partido superó el 34 por 100 de los votos yendo en solitario y en un clima de opinión excitado y brutal. Berlinguer se quedó a las puertas del palacio Chigi, pero no cesó en su empeño de marcar la agenda del gobierno ofreciendo apoyo parlamentario. La mayor extensión de derechos sociales, que incluye el derecho al aborto (1978), y una amplia legislación laboral, se cuentan en su haber. El veto estadounidense a un gobierno comunista seguía vigente, pero el compromiso histórico, exportado al resto de Europa como “eurocomunismo”, pareció dar sus frutos democratizadores. Pero, como hemos dicho, el secuestro de Moro lo cambió todo.

Durante los casi dos meses que duró el cautiverio, Andreotti, amo de las sombras de la DC, se demoró en sus diligencias de liberación y cargó la responsabilidad del asunto sobre Berlinguer. Éste hizo de tripas corazón y soportó el peso de la historia, negándose incomprensiblemente a negociar con las Brigadas Rojas, que pedían intercambiar al ex primer ministro por presos de su banda. El secretario general, obsesionado con no verse asociado con el terrorismo izquierdista, cometió el error fatal de llevar hasta sus últimas consecuencias su papel de hombre confiable para la República, destruyendo así el compromiso histórico pactado con Moro. En su viacrucis, Berlinguer pensó que este pacto superaba a las personas que lo habían sellado, y que la sociedad italiana, vista su hoja de servicios, le recompensaría con la apertura de las instituciones nacionales. Por eso apoyó el salto al Quirinale del socialista Sandro Pertini, quien, como buen miembro del PSI, partido cicatero donde los hubiera, se hizo el sordo más tarde ante las demandas de quien le había aupado a la presidencia. Muerto Moro, el compromiso histórico se quedó sin interlocutor, y la República de De Gasperi volvió a cerrarse para dejar aislado al comunismo italiano. Quedó la amargura del error y la ocasión perdida; se fue, en cambio, el futuro de una Italia distinta.


Addio

Las elecciones de 1979 le mostraron el horizonte desolado de la década de 1980: una caída de 4 puntos en el voto fue el principio de una muerte anunciada. Berlinguer aguantó el golpe, pero el gesto no volvió a ser el mismo. Su momento había pasado. Una extraña sensación de mundo robado, de ser comunista sin querer serlo en un bloque ni en otro, se le impuso como un rictus melancólico. Dislocado, mantuvo el rumbo cuando el sistema comenzó a crujir de descrédito y de engaño. El monopolio de más de tres décadas de la DC se reformuló para salvar el saqueo y la República como un gobierno de cinco partidos (1981-1991), entre ellos el PSI dirigido por Bettino Craxi, un trujimán socialista devorado por la corrupción y las peores compañías. Cualquier cosa antes que permitir la entrada del PCI en el palacio Chigi.

El hedor a muerte y podredumbre se extendió como en un vertedero. Algunos dicen, no sin falta de razón, que Berlinguer murió a tiempo, justo antes de vérselas con el fin de la Historia y el desguace de todas las utopías. Quizá por eso, una vez estallada la República y sobrevenido el monstruo berlusconiano, su figura ha crecido envuelta en la nostalgia de lo que pudo haber hecho un hombre bueno, capaz de hacer de la necesidad virtud y de tener la sonrisa más afable y triste del momento. Su muerte, acaecida pocos días después de sufrir un derrame cerebral en pleno mitin político el 7 de junio de 1984, cerró la vía hacia la unidad de la izquierda en la que venía trabajando en los últimos años. El hachazo helador, grabado para la posteridad y el lamento, sumió a Italia en el estupor y el luto. El periódico del partido, L´Unità, tituló con un desolador “Ha muerto”. Su entierro, desbordante y elegíaco, sumió Roma en una marea roja de banderas que confluyeron en las elecciones al Parlamento Europeo en forma de homenaje y de victoria electoral. Fue una despedida a la esperanza de otra república y al hombre bueno del Partido Comunista. Nada, ni siquiera la idea de otro mundo, sería igual desde entonces.■



1 Esta situación fue reflejada en la pantalla por la película de Nanni Moretti, Aprile (1998).

2 Qualcuno era comunista, es el título de la canción.






Bibliografía

Barbagallo, Francesco, Enrico Berlinguer, Carocci, 2007.

Berlinguer, Enrico, La questione morale: La storica intervista di Eugenio Scalfari, Aliberti, 2012.

Miguel Ángel Sanz Loroño
Doctor en Historia
marxenelaula@gmail.com

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