07 febrero 2022

#MiguelÁngelSanzLoroño - Boris Yeltsin y la década salvaje

Boris Yeltsin y la década salvaje

La década de los 90 del siglo pasado supuso una catástrofe para la economía, la sociedad y el estatus geopolítico de Rusia en el nuevo orden mundial surgido tras la caída del Muro de Berlín y el posterior colapso de la URSS. Una década para olvidar en la que el pueblo ruso retrocedió por momentos a la época de los zares y para enseñar a futuros aprendices de brujos de los cantos de sirena y promesas neoliberales.



“Quisimos hacerlo lo mejor posible, pero salió como siempre”. Con estas palabras tan elocuentes, tan melancólicas y rusas, resumía la película el más longevo primer ministro de Yeltsin, Viktor Chernomyrdin, un cínico apparatchik convertido en demócrata de día y oligarca de noche. Treinta años después del invierno que restauró el capitalismo, la figura de Boris Yeltsin sigue petrificada en el hielo. En las más recientes encuestas, de hecho, el pueblo ruso le sigue situando casi al mismo nivel que a Gorbachov en la responsabilidad de la catástrofe de los años noventa, cuando Rusia se hundió poco menos que en la ley de la selva y rozó la desintegración política.

Su estrella fulguró frente a la nomenklatura de hormigón y burocracia soviéticas. Hábil y aventurero, Yeltsin se presentó como un eufórico y simpático líder, tremolante de exabruptos e ideas liberales, dispuesto a llevar a Rusia al futuro dictado por Washington. En los últimos meses de vida de la Unión Soviética, Gorbachov era un hombre sin poder, aplastado por el muro de Berlín y las contradicciones del sistema. Yeltsin, por el contrario, carecía de ese aspecto sobrio y burocrático, propio de un funcionario de juzgado, que se le acabó poniendo a Gorbachov. Bien al contrario, en agosto de 1991, cuando la vieja guardia del Estado se defendió de la liquidación con un golpe que lo sepultó, Yeltsin se subió a un tanque para ondear la tricolor y defender una Rusia liberal y democrática. Con el pelo brillante del color de la nieve y de las promesas inexactas, Yeltsin le arrebató los focos a un Gorbachov cansado y secuestrado en su dacha. El futuro pasaba por Rusia, no por la Unión Soviética.

Dimitido de todos sus cargos, Gorbachov le entregó el poder nuclear y ejecutivo en un momento de conmoción y nula credibilidad política. El cinismo corrió por la sociedad rusa como un diluvio de vodka. En el exterior, Yeltsin heredó el apoyo del que había disfrutado Gorbachov, y lo aprovechó a conciencia. Estados Unidos y Europa le echaron una soga al cuello para sacarlo de las arenas movedizas. Controlar el arsenal atómico y arrancarle concesiones eran una y la misma cosa. Yeltsin se lo bebió todo, desde el whisky regalado que le calentaba las ideas hasta los tratados que perjudicaban los intereses geopolíticos de Rusia. Moscú bien valía una resaca y la reducción de su fuerza, que algunos entonces, y casi todos más tarde, sintieron como una humillación personal y política.

Pero Yeltsin salió indemne de todo ello en los medios de comunicación internacionales. En el interior, la historia era muy otra, similar a la de Gorbachov, por cierto, que pasó de esperanza a calamidad en un abrir y cerrar de ojos. Con su cara de pillo y de ministro de algo muy ruso, como la pesca o el gas, Yeltsin no encandiló como lo hizo Gorby en su momento, sino que despertó simpatías y, en ocasiones, risas, con sus tropezones y ocurrencias. Eran los años noventa, la década del optimismo liberal y del Consenso de Washington, del fin de la historia y del retorno a los trajes sin hombreras culturistas. En el cine, el ruso dejó de ser una máquina de matar incapaz de reír o de tener gozar de la vida, como el Iván Drago de Rocky IV, y pasó a ser ese actor que arrasaba las erres con una sierra y cometía genialidades enloquecidas, como el Lev Andropov de esa aberración de videoclip y testosterona llamada Armageddon.

Beodo y excesivo, alocado y bailongo, Yeltsin, o el estereotipo del ruso noventero, tenía el cambio de humor propio de un dipsómano de vuelta de todo, en este caso, de las utopías y del siglo pasado. Y por eso mismo, se le reían todas sus ocurrencias y arranques de alegría o de rabia, consustanciales, se dijo entonces, al “alma rusa”, cuya esencia no podía desenvolverse más que en el sistema más adaptado a los vicios y caprichos de la naturaleza humana, es decir, el capitalista. Por fin, se afirmaba, Rusia había llegado adonde debía.

Fracasados los ideales de octubre de 1917, al ruso solo le quedaba la opción más cínica, la del criado de la novela rusa del siglo XIX y la del nuevo orden mundial dirigido por la Casa Blanca. Rusia debía seguir existiendo con sus peculiaridades, pero dentro del juego y acatando sus nuevas normas. El debate secular sobre el “alma rusa”, atrapada entre Occidente y Oriente, se puso sobre el tapete. Se intentó una cosa, pero salió otra. No por ninguna naturaleza fallida ni por un alma condenada, sino por la historia misma. Frente a la nomenklatura soviética, burócrata y cínica, Yeltsin y su camarilla, en realidad, no eran de otra pasta. De hecho, todos ellos fueron apparatchiks que entraron en competición frenética cuando Gorbachov cambió las reglas de la partida. Para ello se empaparon como demócratas y se abrazaron a la farola del liberalismo. Y la cosa, por supuesto, no salió como debía, como tampoco había salido la Revolución de Octubre después de la carnicería de la guerra civil (1918-1920). Si aquella no pudo huir de la herencia del zarismo, la democracia de los noventa no pudo deshacerse, porque la hicieron ellos mismos, de la herencia de los hombres de la nomenklatura.

Zarandeado por las dimensiones de la tarea y por su temperamento, Yeltsin dio cuerpo y carácter a la democracia rusa. Pocas veces un personaje ha representado tanto una década y un régimen. Yeltsin, que empezó rogando poderes al parlamento para después asaltarlo, gobernar por decreto y, finalmente, dimitir entre las prisas, la catástrofe y el desencanto, es la Rusia de los años noventa, y Rusia, por su parte, es Yeltsin de arriba abajo.


La escalera de la vida

Boris Nikolayevich Yeltsin nació el 1 de febrero de 1931 en la zona de Sverdlovsk. Impulsivo y atrevido, sujeto a arranques de autodesprecio y melancolía, Yeltsin fue como un personaje de Dostoievski cruzado con uno de Chéjov y de Gógol. Hijo de un padre caído en desgracia en los años del cemento y el gulag estalinista, el joven Boris guardó cierta distancia con los ideales soviéticos desde el principio. Educado en la Universidad Técnica de los Urales, entró en el mundo de la construcción hasta que a los treinta años se afilió al PCUS, porque es ahí donde se progresaba y se conseguían las prebendas. Bien asentado en Sverdlovsk con su trato cercano y derrochador, dio para recibir y recibió para dar. Favores y deudas, caciquismo y clientela. Oír, callar y apuntar. Así se rodeó de una camarilla, llamada la “mafia de Sverdlovsk”, y le llegó la oportunidad cuando Gorbachov cambió a los cabecillas locales de las grandes ciudades para poner a gente que le iba a deber todo.

Con la sonrisa generosa y el Kremlin en la mirada, Yeltsin se quedó prendado del poder y del prestigio de Moscú, donde se lanzó a disputarle al propio Gorbachov la dacha y el paraíso. Tras muchos encontronazos y un intento de suicidio, la liquidación de la Unión Soviética le dejó el Kremlin vacío. En junio de 1991 había sido elegido presidente de la RSFS de Rusia. A partir de ahora, su título sería el de presidente de la Federación Rusa. Nadie por encima, todos por debajo. El comunismo, como el siglo XX, había muerto.
 

1992: la terapia de choque

En diciembre de 1992, Yegor Gaidar, un joven con cara de buñuelo y de ministro del infierno o del zarismo, es rechazado como primer ministro por el Parlamento. Enamorado del liberalismo al estilo de Chicago, ideó en sus más febriles sueños la terapia de choque que Yeltsin puso a fuego rápido a principios de año. Privatizaciones masivas y recortes con motosierra del gasto público. Rusia entendida como un bazar y una selva. Así entraba el nuevo siglo en Rusia, a la que se sacaba a subasta y se ponía a dieta milagro. El resultado, lejos de ser brillante, fue un espanto. Rusia tiritaba de hambre y de frío, de hiperinflación y plutocracia, de destrucción de ahorros y de hundimiento de la capacidad industrial. Ya no se fabricaba, ya no se cultivaba. La dieta llegó al hueso. En un año, los apparatchiks más vivos habían conquistado el paraíso de los pelotazos y los coches de lujo. Moscú y San Petersburgo se convirtieron en ciudades de palacios y de precios disparados, de miseria y de darwinismo. Lo que antes estaba precariamente cubierto por el Estado soviético, pasaba a ser un bien de lujo.

A pesar de que los indicadores se desplomaron aún más de lo que ya lo venían haciendo, Gaidar insistió en su receta, y Yeltsin, que no sabía de complejidades, se agarró a la botella y a lo que Washington le dijera. El plan de choque continuó. Los recursos del Estado se rapiñaron; la corrupción, metastatizada; la oligarquía, insultante, se llevó el dinero a Londres y a Suiza y compró manzanas enteras. El miedo y la nostalgia se extendieron al mismo tiempo que la desigualdad llegó a los niveles del zarismo. El PIB se redujo al 55 por 100 de lo que había sido en 1988. La pobreza, que en ese año era del 2 por 100, pasó al 24 por 100, y sobrepasaría el 30 por 100 al final de la década. Las repúblicas internas y las distintas autonomías tironeaban cada una por su lado. Rusia se quebraba, y los demonios de la desintegración salieron y aullaron.


La crisis de 1993: el autogolpe

Rechazado Gaidar, Yeltsin y el Parlamento llegaron a un acuerdo para sentar a Victor Chernomyrdin en la silla. Estudiante sin brillo y apparatchik de libro, Chernomyrdin se pasó la vida entre el PCUS y la dirección de empresas. Experto en apretar las manos adecuadas, Chernomyrdin llegó con Gorbachov a ministro del gas, del que lo sabía todo, especialmente cómo hacerse rico con él. Nombrado primer ministro como candidato de consenso, se mantuvo en el cargo hasta que el año bárbaro de 1998 lo envió a otros menesteres igual de suculentos. Pero en el año de 1993, Chernomyrdin aún maniobraba, susurraba y fracasaba. El enfrentamiento entre Yeltsin y el Parlamento no cesó por un momento. Uno quería más poderes especiales para gobernar por decreto, a arreones y por la vía rápida. El Parlamento, en cambio, se aferraba a la constitución de 1978 y se resistía a que Yeltsin siguiese perpetrando su carnicería económica.

El 20 de marzo, en otro episodio del conflicto, Yeltsin reclamó proceder por las bravas. El Parlamento, dirigido por Jasbulátov y alentado por el vicepresidente Rustkói, se opuso, aunque no está claro hacia dónde querían dirigirse el Congreso y el Soviet Supremo, las dos cámaras del poder legislativo. El ejecutivo, por su parte, hablaba por los codos y decretaba órdenes que el Parlamento mandaba a la papelera. Harto del bloqueo, Yeltsin propuso una nueva constitución y lanzó un referéndum sobre su figura, sus reformas y la convocatoria de elecciones inmediatas. De su victoria hizo un sayo, y de éste una alfombra roja. Ordenó una nueva constitución a su imagen y semejanza, pero el Parlamento se revolvió como un gato panza arriba. Entonces Rusia llegó al cruce del demonio, allí donde la Historia habla. Yeltsin destituyó a Rustkói y convocó elecciones para fin de año. Hasta entonces, se dijo, gobernará por decreto, a golpe de destilado y de liberalismo a lo Chicago.

Sin embargo, el Parlamento no solo rechazó la destitución Rustkói, sino que destituyó a Yeltsin y nombró al propio Rustkói presidente de la Federación Rusa. El poder dual, tan temido por el Ejército, se hizo carne. Salvajemente enfadado y febrilmente melancólico, Yeltsin miró a su alrededor y a Occidente, y solo vio interrogantes. Con las fuerzas armadas de su parte, mandó cercar la Casa Blanca, la sede del poder legislativo. El 2 de octubre, Moscú se erizó de barricadas y algunas huelgas fuera de la ciudad alimentaron el temor a otra situación revolucionaria, pero esta vez sin estación de Finlandia. Los rebeldes, que así se les consideraba, intentaron tomar la sede de la televisión y se llamó a la insurrección ciudadana. Defendednos como lo hicisteis en agosto de 1991, se reclamó a la población desde el Parlamento. Se escuchó la llamada y acudieron algunos miles de personas, pero la Historia, inclemente, dijo basta.

Yeltsin suspendió las garantías constitucionales y la ciudad entra en un estado de pólvora y excepción. La batalla por la televisión dejó decenas de muertos sobre el asfalto. El Ejército, decidido ante el peligro de una guerra civil, razonó con metralla y acero contra el poder legislativo. La Casa Blanca tembló ante el bombardeo. Los cañones de los tanques la hicieron vibrar de cristales rotos y cascotes al suelo. Acribillada con fuego de artillería, su cabeza echó humo y vomitó diputados. Pero no salieron todos. Ante el bloqueo, el Ejército asaltó sala por sala la Casa Blanca, y ahí terminó todo. El principio jerárquico se había impuesto. Rusia, se dijo, no podía vivir sin un patriarca, como no podía hacerlo su iglesia.

Disipado el humo, quedaron los muertos sobre la vereda. Entre 200 y 1200, no se sabe a ciencia cierta. Aprovechando la conmoción, Yeltsin convirtió el choque institucional en un autogolpe. Detuvo a los líderes de la rebelión -Rustkói y Jasbulátov- y realizó una purga incruenta en el Estado. Prohibió varios periódicos y partidos, lanzó la nueva Constitución, que le permitiría gobernar como un monarca y renombrar el poder legislativo como Duma, y la sometió a referéndum. Participó la mitad del cuerpo electoral, pero la victoria fue clara: 58 por 100 a favor. Miel sobre hojuelas: victoria y apatía. Como en tantas otras situaciones, la población cerró filas, sin entusiasmo, con Yeltsin, que sonreía aliviado, pero febril, ante las cámaras. El poder era suyo; el decreto, también.


La Rusia de siempre

Con la aprobación de la Constitución actualmente vigente, Yeltsin le dio otro arreón a la terapia de choque. En Chechenia, la rebelión independista se combinó explosivamente con una situación desesperada. Rusia es un conglomerado inestable de culturas y religiones, de tierras inmensas donde la muerte no encuentra vida y de ciudades populosas y cultas. Yeltsin, investido del poder del decreto, reaccionó como la Rusia de siempre. Con su mandato bajo el brazo, el Ejército sembró de sal la tierra después de tomar casa por casa. Queden avisados los demás territorios de todas las Rusias, se dijo entonces, se dice ahora.

A pesar de la victoria, sellada en 1996, Yeltsin no levantaba cabeza, ni en los sondeos ni en su vida. Guennadi Ziugánov, del reconstituido partido comunista, le aventajaba en varios puntos en todo. Pero ante la amenaza roja, todos los que temían que la hoz les arrebatase la cartera y la vida, elevaron a Yeltsin a los altares de la propaganda y de la desvergüenza. En la segunda vuelta de las presidenciales, los dos se vieron las caras, y ahí Yeltsin con un 54 por 100 del voto emitido. Rusia había protestado, pero no quería volver a los tiempos de la Lubianka. Yeltsin, que había ardido de energía y de palmadas en la espalda, se creía vencedor de algo más que de esta contienda. Sin embargo, todo se lo debía a quien había comprado todas las Rusias para la suya propia. Rusia no era de Yeltsin, sino de los oligarcas, es decir, Rusia era un botín y una selva.


1998: la ruina

Como las desgracias nunca vienen solas, y las plagas no carecen de compañía, la crisis del sudeste asiático llegó a Rusia como un meteoro caído de las alta esferas. Al hundimiento del precio de las materias primas, de cuya exportación vivía parte de Rusia y casi todo el Estado, se le sumó una crisis de la deuda y otra del rublo. Rusia seguía en caída libre, arrojando a la miseria importantes bolsas de población y quemando esperanzas a espuertas. La década, en otras palabras, se había perdido entre la hiperinflación y la ruina. Noqueado por la situación, Yeltsin cambió de gabinete y de primer ministro varias veces, pero el desencanto y la plutocracia se consolidaron. Rusia no valía más de lo que valían sus recursos naturales, inmensos, sí, pero a merced de la demanda. La Federación se había endurecido como un país para los ricos, los pillos o los violentos, y punto. En el exterior, la perspectiva tampoco era halagüeña. La posición internacional del país, comparada con la soviética, era la de una potencia regional destinada a las materias primas y a encogerse de hombros ante el avance de la OTAN. El sentimiento de humillación y de asedio fue extendiéndose en el Estado Mayor y en las zonas más recónditas del Kremlin, que empezaron a buscarle a Yeltsin un recambio de confianza, o al menos, uno menos voluble y ciclotímico.

Yeltsin, en verdad, no pasaba por su mejor momento. Se atracaba de insultos y se empapaba en alcohol a partir del mediodía. Su presidencia era de cartón piedra, y todos los magnates lo sabían. Él mismo no se engañaba viendo las cifras que le presentaban sus asesores. Sabía que el país era un desastre. Cada día más aquejado por un cuerpo electrocutado por los nervios y el destilado, sudaba febrilmente y respiraba como un fuelle encharcado. El fin, se rumoreaba, estaba próximo, aunque la población rusa estaba acostumbrada a ver a sus dirigentes hechos unos zorros en el cargo. Y también, sea dicho, a quedarse tiesos sin bajarse de lo más alto. Queríamos lo mejor, dijo una noche citando a su primer ministro, pero tuvimos lo de siempre.


Hacia el fin

El inicio de la segunda guerra de Chechenia le vino como anillo al dedo para dar el testigo al sucesor in péctore, Vladimir Putin. Después de verse incapaz de proteger a Yugoslavia de las bombas que la OTAN le arrojó a cuenta de Kosovo, Rusia se dio la vuelta sobre sí misma y se fijó en Chechenia. La pequeña república autónoma de mayoría islámica iba a pagar todos los platos rotos de una Rusia humillada en su corazón eslavo. La guerra terminaría destrozando Grozni y asentando el poder y las formas de ejercerlo de la presidencia de Putin, pero no debe olvidarse que la inició un Yeltsin en la casilla de salida. Ante la ofensiva rusa, Clinton, un presidente aficionado a los cazas y al neoliberalismo, sacó a pasear el índice acusador y soberbio, el mismo con el que señalaba a sus becarias u ordenaba los bombardeos, y le dijo a Yeltsin, hasta entonces mimado por Occidente, que no podía obrar en Chechenia como él había actuado en Kosovo. El ruso se lo tomó por la tremenda, se enfadó como un oso y se marchó dando un portazo. Pero nada más podía hacer quien ya nada más tenía dentro. Abrasado y cansado, su momento había pasado sin apenas haber llegado. Su corazón, roto de tanto brinco y parcheado entre cogorzas de espanto y derrumbes del rublo, le dijo basta, Boris, hasta aquí has llegado.


31 de diciembre de 1999: adiós a todo eso

Con su fracaso, Yeltsin asoció el liberalismo con la miseria, la desigualdad y la humillación geopolítica. Sin ases en la manga, sin nada más en el fondo de la botella, el presidente grabó su discurso de despedida en la mañana del último día del año. Envuelto por la emoción de su familia, y agarrotada la garganta por la derrota, Yeltsin desató el nudo del estómago con un pelotazo de vodka. Deseó la mejor de las suertes al pueblo ruso, pidió perdón por las esperanzas frustradas y dejó el tintero de mármol en manos de su primer ministro. Hombre gris y callado, con un toque cadavérico, Putin lo miraba todo desde la distancia cínica y atenta del agente secreto. Con sus ojos grandes y despiertos, hundidos en las ojeras del espionaje y del insomnio, Putin tomó el mando del país más extenso del mundo el 31 de diciembre de 1999, último día, dijeron entonces, del siglo. Putin asintió confiado, miró al pasado que se alejaba, y prometió, como lo hizo su antecesor, grandes cosas para los días venideros. Casi nadie festejó su llegada, como casi nadie lloró la marcha de Yeltsin, el hombre que destripó la URSS y lisió la democracia con sus arrebatos y su torpeza. Terminada la década, el siglo apenas comenzaba. Adiós a todas las Rusias, adiós, en verdad, a todas menos a la de los oligarcas. Quizá, después de todo, no quisieron lo mejor porque, en realidad, solo pudieron querer lo de siempre.■


Bibliografía

Alekxiévich, Svetlana, El fin del “Homo sovieticus”, Barcelona, Acantilado, 2015.
Medveded, Roy, La Rusia Post-Soviética, Barcelona, Paidós, 2004.
Taibo, Carlos, La Rusia contemporánea y el mundo. Entre la rusofobia y la rusofilia, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2017.

Miguel Ángel Sanz Loroño
Doctor en Historia
marxenelaula@gmail.com

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