Buenaventura Durruti
El hombre que llevaba un mundo nuevo en el corazón
Se cumplen 85 años de la muerte de Durruti, un hombre que soñó con un mundo nuevo y que lo intentó llevar a la práctica hasta que una bala se cruzó en su camino el 20 de noviembre de 1936.
Hay manos finas que juegan con el mundo; otras, más bastas y duras, tratan de cambiarlo. Las de Buenaventura Durruti, de uñas anchas y yemas duras, eran de las segundas. Deformes como piedras talladas por el trabajo y la crudeza, las manos de Durruti aprendieron un oficio, manejaron pistolas y apuntaron a un horizonte más alto que el de un dios o el de un cetro. Subiendo y bajando el siglo de los extremos sin descanso, Durruti vivió entre la pobreza y la dignidad del oficio, entre el rojo y el negro, entre el sueño de la anarquía y la brutalidad del Estado, entre tiros y palos, destierros y huidas, derrotas y golpes de acción directa o de castigo. Estos cuarenta años cabalgando por el lado salvaje de la historia terminaron el 20 de noviembre de 1936. Entonces, cuando su fama comenzaba a ascender a los cielos que estaba asaltando, su cuerpo bajó a la tierra que el fascismo hacía temblar con sus bombas y tiros. Murió Durruti como había vivido, de la mano del plomo y en la confusión de un tiempo fuera de todo equilibrio, rodeado de misterio, lágrimas y esa misma sensación de absurdo que deja todo naufragio producido a muchas millas de un puerto.
La última guerra civil, la que la España del cortijo y el cuartel llevó a cabo contra la II República, lanzó a Durruti al frente y, una vez allí, el azar, ese involuntario aceite de la historia, lo arrojó a la muerte y a la leyenda. No pudo ser una persona refinada y amable, a pesar de buscar un mundo en donde no serlo fuese imposible. Sus manos de piedra se mancharon de pólvora y grasa para que las siguientes generaciones las tuviesen limpias e inocentes. Si la España que organizó el golpe de Estado de julio de 1936 olía a incienso, a Corte y a casino de provincias, Durruti apestaba, según los escritores monárquicos más tronados y rimbombantes, a cuero, tabaco y al sudor agrio de los que trabajan con las manos día y noche. Alma de acero a su pesar, forjado por la inclemencia de una España liberal, oligárquica y caciquil, Durruti fue un anarquista a prueba de latigazos e insultos, y, por ello, un hijo de la Ilustración tan duro que pareció, a ojos conservadores, el mismo Saturno devorando a los hijos del latifundio y la sacristía.
Sonrisa canalla para unos, abierta para otros, Durruti caminaba con la pesadez propia de quien en la vida no ha llevado otra cosa que zapatones y no ha pisado nunca alfombras persas. El gran mongol, el Gengis Khan de la anarquía, el nuevo Atila, y otros epítetos de mayor enjundia, se le pusieron cuando su nombre estalló en las portadas de la prensa y se coló en los sueños de la burguesía como el veneno de una pesadilla. Iniciada la guerra, la II República, afirmó Agustín de Foxá, apareció como lo que siempre había sido, un aquelarre en el que la sociedad se puso cabeza abajo. La España conservadora encontró entonces a su némesis más temida en la sonrisa sardónica y en los ojos tártaros de Buenaventura Durruti. Sus maneras crudas y sus ideas libertarias ponían los pelos de punta y hacían crujir las mejores porcelanas. Más que Azaña o Fernando de los Ríos, tan cultos y educados, fue la brutalidad obrera de Largo Caballero, por un lado, y de Durruti, por otro, lo que provocaba las fiebres más altas y los temores más hondos en las mejores familias de España.
Porque la mano de Durruti, como la de Largo Caballero, autor, recuérdese, de unos decretos sobre el trabajo agrario que hicieron cargar todas las escopetas de los cortijos de la República, eran manos de cuero durísimas, manos de trabajador al fin y al cabo. Para la España del latifundio y la banca, de los palcos y la ópera, no dejaban de ser las manos de los siervos levantándose soberbias contra el cielo, amenazadoras como un cuchillo que se esconde a la espera de que el señor duerma y la venganza caiga sobre todos los vivos y todos los muertos. Pero lo que en verdad se alzó, y la España conservadora de hoy aún no acepta, fueron unas manos encallecidas que se respetaron a sí mismas y dijeron que ningún dios, rey o patrón valía más que ellas. La revolución, clamó la derecha desde el principio de la segunda experiencia republicana, estaba servida; el ejemplo nazi y fascista, consolidado y admirado. Solo hacía falta una excusa, y ella misma la preparó a conciencia. Fracasado el golpe, inició la matanza y la alargó tres años -y muchos más de una incivil posguerra- para que esas manos no volviesen a levantarse nunca.
El tiempo de Durruti
En este periodo en el que España enfrentó todos los problemas que acumulaba desde el inicio de la edad contemporánea, es en el que Buenaventura Durruti vivió con intensidad su vida. Nacido en 1896 en León, no hubo casualidades en casi nada de lo que le sucedió. El contexto hizo al hombre, primero; después, fugazmente, lo convirtió en protagonista; y, al final, lo arrojó, muerto, a la leyenda. Hijo de un ferroviario ugetista, fue criado en una familia de más de media docena de hermanos durante el peor momento del anarquismo de acción directa y de represión del Estado de la Restauración. Durante su infancia aprendió lo que eran la familia, la policía y la miseria obrera. Las huelgas, numerosas, y las penurias, incontables, le mostraron que la necesidad manda y hace más daño que nada. Pero estos años también fueron fructíferos. Aprendió la importancia de dominar un oficio y de respetarse a sí mismo como un trabajador capaz de hacer el mundo en seis días, o incluso en menos. Por imperativos de la vida material, puso fin a sus estudios pasada la niñez y entró a aprender los rudimentos de la mecánica, especialmente valiosos para su siguiente etapa en la vida, la de técnico especializado en el manejo de minerales y en el hervir a fuego lento de las injusticias.
Del lavado y colado mecánico pasó a la tornería y la metalurgia, donde se desencantó del sindicalismo de la UGT, que, a su entender, no paraba de arrastrar los pies y mover demasiado la boca. En el trabajo aprendió que no hay más paraíso que el bajado a la tierra a golpe de manos, huelgas y, llegado el caso y a juzgar por la respuesta de la patronal, a tiros. La Primera Guerra Mundial (1914-1918) no entró en España, pero sí dejó una inflación por las nubes y unos beneficios empresariales de escándalo. Al quedarse como país neutral, España trató de satisfacer la demanda europea en asuntos de la vida y de la muerte, lo que provocó un seísmo industrial que la arrojó al siglo XX. Todo el sistema productivo se tensó como un arco, y los agravios en el reparto de los beneficios hicieron el resto. Las huelgas estallaron, la sindicación a la CNT se multiplicó y varias fincas fueron ocupadas. España, como Europa, entró en un periodo de crisis de hegemonía de las elites tradicionales del que el sistema de la Restauración (1876-1923) no saldría ya nunca. Los sucesivos gobiernos de concentración de liberales, conservadores y catalanistas, el golpe de Primo de Rivera en 1923 y proclamación de la II República en 1931, lo prueban.
Durante este periodo de neutralidad bélica y crecimiento desequilibrado, Durruti aprendió en sus carnes la diferencia por el estatus y la violencia que mantenía el sistema funcionando. En una de las huelgas en las que se vio envuelto, el sindicato lo apercibió y el Estado lo persiguió. Pero la suerte, la suya al menos, estaba echada. En la gran huelga general de 1917, Durruti quiso tomar el cielo por asalto. El sindicalismo socialista lo juzgó como un elemento incontrolado y provocador. Un botarate, dijo un burócrata ugetista. Durruti hizo el mismo juicio, pero al revés. A partir de ahora, y por si quedaba alguna duda, su utopía tendría una aspiración libertaria, no socialista.
Anarquista y libertario
Integrado en la CNT y sin trabajo, huyó a Francia para evitar males mayores y una temporada larga en las mazmorras. Allí vio mundo, oyó idiomas y entendió que en todas partes la miseria olía de la misma manera, el poder se vanagloriaba con las mismas ropas y las clases dominantes se protegían y atacaban con la misma fiereza. Vuelto a Barcelona, se vio atrapado por el pistolerismo patronal y las cloacas del Estado, que actuaban al alimón con el objetivo de desmochar el anarquismo -el movimiento sindical más fuerte en el cinturón industrial de Barcelona-. No había, no podía haber, pensaba, diálogo ni concierto con el terrorismo patronal y la brutalidad del Estado. Por ello, tiró de pistola y se propuso devolver los agravios con balas, y las torturas con pólvora. En esta lucha, que sembró de cadáveres las calles de Barcelona, Durruti no fue el más mortífero, pero sí el más decidido y certero. Ángel Pestaña, un anarcosindicalista de toda la vida, le exigió cabeza, negociación y prudencia, pero solo recibió un mohín de desprecio y un empujón hacia el silencio.
En esta dialéctica de tiroteos y atentados, que se llevó por delante al presidente del Consejo de Ministros, Eduardo Dato,1 Durruti formó sociedad con J. García Oliver, F. Ascaso y R. Sanz. Se llamaron Los Solidarios. Especializados en asaltos bancarios y atentados de postín, planearon y ejecutaron el que terminó con la vida episcopal y crápula del cardenal Juan Soldevila, en 1923. Después del golpe de Primo de Rivera en septiembre de este mismo año, Durruti se exilió a América Latina, donde perfeccionó sus habilidades atracadoras -o expropiadoras, según decía- antes de volver a una España que iba a amanecer republicana. Ciertamente, el desguazado sistema de la Restauración, puesto en paréntesis durante la dictadura primorriverista (1923-1930), fue incapaz de manejar unas simples elecciones locales que, en abril de 1931, forzaron la marcha del bisabuelo del actual rey de España.
La etapa republicana
Que unas elecciones a ayuntamientos provocaran tal terremoto indica que la monarquía había quemado todos sus parachoques y segado todos sus apoyos. Con la II República vino lo que Durruti consideró una república burguesa, contra la que él, y la Federación Anarquista Ibérica (FAI) en la que debemos encuadrarlo a partir de ahora, iban a lanzar un golpe tras otro para evitar su acomodación y osificación capitalistas. La república, afirmaron, no era solución a nada, porque los problemas seguían siendo los de la propiedad de la tierra y los de las estructuras coercitivas del Estado. La República podía estar abriendo un tiempo nuevo, y las fuerzas de la izquierda podían acceder al gobierno, pero el poder era otra cosa, y Durruti lo sabía. En virtud de esta visión, y temiendo que un Largo Caballero en el gobierno les comiese todo el terreno que no había podido arrancarles durante su colaboración con la dictadura de Primo de Rivera, el anarcosindicalismo más milenarista levantó tres olas insurreccionales contra la República, entendida, para situarnos en su pensamiento, como heredera del Estado anterior. Para los cientos de miles de braceros sin pan y sin tierras, no podía haber, no era justo que hubiese, se dijo, ni esperas ni componendas. Necesitaban la tierra y el trabajo. La CNT y la FAI lo sabían, y actuaron en consecuencia.
Tras la insurrección del Alto Llobregat de 1932 y la de Casas Viejas de 1933, que acabaron con sendas masacres perpetradas por las fuerzas de orden público, el anarquismo se levantó por última vez a fines de 1933 contra el gobierno de la derecha de ese viejo zorro, venal y vocinglero, llamado Alejandro Lerroux. Después de que el Estado aplicase toda la violencia que las leyes le permitían, lo que implicó dejar sobre la tierra más de setenta personas tiroteadas, la CNT no volvió a tener fuerza hasta el estallido de la guerra. Durruti, que apoyó y participó en varias de estas insurrecciones, fue encarcelado una y otra vez hasta que, finalmente, fue desterrado a provincias de ultramar.
La Guerra Civil y la Revolución Social
Con la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, Durruti pudo andar de nuevo libremente por España. Tras el fracaso del golpe del 18 de julio de 1936, derrotado por las fuerzas leales a la República y los sindicatos, Cataluña fue gobernada por un poder dual. Por un lado, la Generalitat de Lluis Companys; por el otro, el comité de defensa dominado por la estructura CNT-FAI. Durruti participó en la defensa de la ciudad frente a la sublevación fascista, y después, consciente de la importancia de ganar la guerra, formó una columna de voluntarios con la que combatir a un enemigo mucho más organizado y decidido al todo o nada. En el verano de la revolución de 1936, Durruti no tuvo dudas. Revolución, sí; ganar la guerra, también. Frente a muchos otros compañeros, centrados en la primera parte del asunto, Durruti no perdió de vista que, sin victoria, no habría supervivencia. No se podía, pensaba, combatir con un brazo a la espalda. Era necesario ir al frente y plantar batalla antes de que los fascistas los barriesen, y el gobierno y las burocracias sindicales los metiesen en vereda.
Formada la columna, repleta de chaquetas de cuero y zapatones, manos gruesas y miradas en sepia, naranjeros (subfusiles) y colts engrasados, Durruti intentó entrar en Zaragoza, pero se quedó a las puertas. Lo que sí hizo fue tomar varios pueblos de la provincia. A su paso, como al de Atila, al decir de las plumas mejor pagadas, el comunismo libertario segó la hierba de la propiedad privada para desesperación del gobierno republicano y de los socialistas y comunistas, que vieron en este breve verano de la anarquía un error sin paliativos. Sin embargo, Durruti no tuvo tiempo de comprobar si hubo falsedad o verdad en sus palabras y en sus hechos. Decidido a combatir donde más falta hacía, insistió en Zaragoza, pero le empujaron a marchar a la defensa de Madrid frente a la ofensiva fascista. Allí, le enviaron a la Ciudad Universitaria, donde las balas no escaseaban y los cañonazos atronaban un cielo sin estrellas. Pero el 19 de noviembre, cuando ya se sabía que la guerra iba a durar la eternidad y un día, el azar dentro de esta ratonera lo hirió de un tiro en el pecho y envolvió su muerte en un misterio. Tras unas horas de agonía y sudores afiebrados, Buenaventura Durruti murió antes de que rompiese el alba del día siguiente. El verano, definitivamente, había terminado.
La muerte del hombre y el nacimiento del mito
Sobre su muerte cayó un silencio incrédulo. Las autoridades republicanas, temerosas de sembrar el desánimo, dudaron. Más tarde, cuando la muerte se hizo irremediable, se esparció la noticia en el frente y en la retaguardia. El entierro en Barcelona fue sentido y multitudinario. Entre banderas rojas y negras despidieron al hombre y saludaron el nacimiento del mito. Su inesperada muerte, tan extraña como cualquiera, le abrió las puertas de las canciones y las leyendas. Bajó el muerto a la nada y quedó el gesto amplio, la sonrisa dura y franca para tiempos retratados en dolor y en sepia, pero también en sueños y esperanzas. No ganaron sus ideas, desaparecidas tras la interminable posguerra, pero su espectro aún nos sobrevuela y sus manos todavía nos señalan. Porque, en contadas ocasiones, el poder no puede evitar que los nombres se susurren, canten o griten. La historia, dicho de otro modo, no siempre la escriben los vencedores. En ocasiones, de hecho, son las manos más castigadas las que lo hacen. Y mañana, en algún lugar y en cualquier parte, se seguirán cantando sus canciones como se seguirán buscando los mismos mundos sin dioses, las mismas tierras sin guardianes y los mismos países sin reyes.■
Bibliografía
Amorós, Miquel, Durruti en el laberinto, Barcelona, Virus, 2014.
Enzensberger, Hans Magnus, El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti, Barcelona, Anagrama, 1998.
La última guerra civil, la que la España del cortijo y el cuartel llevó a cabo contra la II República, lanzó a Durruti al frente y, una vez allí, el azar, ese involuntario aceite de la historia, lo arrojó a la muerte y a la leyenda. No pudo ser una persona refinada y amable, a pesar de buscar un mundo en donde no serlo fuese imposible. Sus manos de piedra se mancharon de pólvora y grasa para que las siguientes generaciones las tuviesen limpias e inocentes. Si la España que organizó el golpe de Estado de julio de 1936 olía a incienso, a Corte y a casino de provincias, Durruti apestaba, según los escritores monárquicos más tronados y rimbombantes, a cuero, tabaco y al sudor agrio de los que trabajan con las manos día y noche. Alma de acero a su pesar, forjado por la inclemencia de una España liberal, oligárquica y caciquil, Durruti fue un anarquista a prueba de latigazos e insultos, y, por ello, un hijo de la Ilustración tan duro que pareció, a ojos conservadores, el mismo Saturno devorando a los hijos del latifundio y la sacristía.
Sonrisa canalla para unos, abierta para otros, Durruti caminaba con la pesadez propia de quien en la vida no ha llevado otra cosa que zapatones y no ha pisado nunca alfombras persas. El gran mongol, el Gengis Khan de la anarquía, el nuevo Atila, y otros epítetos de mayor enjundia, se le pusieron cuando su nombre estalló en las portadas de la prensa y se coló en los sueños de la burguesía como el veneno de una pesadilla. Iniciada la guerra, la II República, afirmó Agustín de Foxá, apareció como lo que siempre había sido, un aquelarre en el que la sociedad se puso cabeza abajo. La España conservadora encontró entonces a su némesis más temida en la sonrisa sardónica y en los ojos tártaros de Buenaventura Durruti. Sus maneras crudas y sus ideas libertarias ponían los pelos de punta y hacían crujir las mejores porcelanas. Más que Azaña o Fernando de los Ríos, tan cultos y educados, fue la brutalidad obrera de Largo Caballero, por un lado, y de Durruti, por otro, lo que provocaba las fiebres más altas y los temores más hondos en las mejores familias de España.
Porque la mano de Durruti, como la de Largo Caballero, autor, recuérdese, de unos decretos sobre el trabajo agrario que hicieron cargar todas las escopetas de los cortijos de la República, eran manos de cuero durísimas, manos de trabajador al fin y al cabo. Para la España del latifundio y la banca, de los palcos y la ópera, no dejaban de ser las manos de los siervos levantándose soberbias contra el cielo, amenazadoras como un cuchillo que se esconde a la espera de que el señor duerma y la venganza caiga sobre todos los vivos y todos los muertos. Pero lo que en verdad se alzó, y la España conservadora de hoy aún no acepta, fueron unas manos encallecidas que se respetaron a sí mismas y dijeron que ningún dios, rey o patrón valía más que ellas. La revolución, clamó la derecha desde el principio de la segunda experiencia republicana, estaba servida; el ejemplo nazi y fascista, consolidado y admirado. Solo hacía falta una excusa, y ella misma la preparó a conciencia. Fracasado el golpe, inició la matanza y la alargó tres años -y muchos más de una incivil posguerra- para que esas manos no volviesen a levantarse nunca.
El tiempo de Durruti
En este periodo en el que España enfrentó todos los problemas que acumulaba desde el inicio de la edad contemporánea, es en el que Buenaventura Durruti vivió con intensidad su vida. Nacido en 1896 en León, no hubo casualidades en casi nada de lo que le sucedió. El contexto hizo al hombre, primero; después, fugazmente, lo convirtió en protagonista; y, al final, lo arrojó, muerto, a la leyenda. Hijo de un ferroviario ugetista, fue criado en una familia de más de media docena de hermanos durante el peor momento del anarquismo de acción directa y de represión del Estado de la Restauración. Durante su infancia aprendió lo que eran la familia, la policía y la miseria obrera. Las huelgas, numerosas, y las penurias, incontables, le mostraron que la necesidad manda y hace más daño que nada. Pero estos años también fueron fructíferos. Aprendió la importancia de dominar un oficio y de respetarse a sí mismo como un trabajador capaz de hacer el mundo en seis días, o incluso en menos. Por imperativos de la vida material, puso fin a sus estudios pasada la niñez y entró a aprender los rudimentos de la mecánica, especialmente valiosos para su siguiente etapa en la vida, la de técnico especializado en el manejo de minerales y en el hervir a fuego lento de las injusticias.
Del lavado y colado mecánico pasó a la tornería y la metalurgia, donde se desencantó del sindicalismo de la UGT, que, a su entender, no paraba de arrastrar los pies y mover demasiado la boca. En el trabajo aprendió que no hay más paraíso que el bajado a la tierra a golpe de manos, huelgas y, llegado el caso y a juzgar por la respuesta de la patronal, a tiros. La Primera Guerra Mundial (1914-1918) no entró en España, pero sí dejó una inflación por las nubes y unos beneficios empresariales de escándalo. Al quedarse como país neutral, España trató de satisfacer la demanda europea en asuntos de la vida y de la muerte, lo que provocó un seísmo industrial que la arrojó al siglo XX. Todo el sistema productivo se tensó como un arco, y los agravios en el reparto de los beneficios hicieron el resto. Las huelgas estallaron, la sindicación a la CNT se multiplicó y varias fincas fueron ocupadas. España, como Europa, entró en un periodo de crisis de hegemonía de las elites tradicionales del que el sistema de la Restauración (1876-1923) no saldría ya nunca. Los sucesivos gobiernos de concentración de liberales, conservadores y catalanistas, el golpe de Primo de Rivera en 1923 y proclamación de la II República en 1931, lo prueban.
Durante este periodo de neutralidad bélica y crecimiento desequilibrado, Durruti aprendió en sus carnes la diferencia por el estatus y la violencia que mantenía el sistema funcionando. En una de las huelgas en las que se vio envuelto, el sindicato lo apercibió y el Estado lo persiguió. Pero la suerte, la suya al menos, estaba echada. En la gran huelga general de 1917, Durruti quiso tomar el cielo por asalto. El sindicalismo socialista lo juzgó como un elemento incontrolado y provocador. Un botarate, dijo un burócrata ugetista. Durruti hizo el mismo juicio, pero al revés. A partir de ahora, y por si quedaba alguna duda, su utopía tendría una aspiración libertaria, no socialista.
Anarquista y libertario
Integrado en la CNT y sin trabajo, huyó a Francia para evitar males mayores y una temporada larga en las mazmorras. Allí vio mundo, oyó idiomas y entendió que en todas partes la miseria olía de la misma manera, el poder se vanagloriaba con las mismas ropas y las clases dominantes se protegían y atacaban con la misma fiereza. Vuelto a Barcelona, se vio atrapado por el pistolerismo patronal y las cloacas del Estado, que actuaban al alimón con el objetivo de desmochar el anarquismo -el movimiento sindical más fuerte en el cinturón industrial de Barcelona-. No había, no podía haber, pensaba, diálogo ni concierto con el terrorismo patronal y la brutalidad del Estado. Por ello, tiró de pistola y se propuso devolver los agravios con balas, y las torturas con pólvora. En esta lucha, que sembró de cadáveres las calles de Barcelona, Durruti no fue el más mortífero, pero sí el más decidido y certero. Ángel Pestaña, un anarcosindicalista de toda la vida, le exigió cabeza, negociación y prudencia, pero solo recibió un mohín de desprecio y un empujón hacia el silencio.
En esta dialéctica de tiroteos y atentados, que se llevó por delante al presidente del Consejo de Ministros, Eduardo Dato,1 Durruti formó sociedad con J. García Oliver, F. Ascaso y R. Sanz. Se llamaron Los Solidarios. Especializados en asaltos bancarios y atentados de postín, planearon y ejecutaron el que terminó con la vida episcopal y crápula del cardenal Juan Soldevila, en 1923. Después del golpe de Primo de Rivera en septiembre de este mismo año, Durruti se exilió a América Latina, donde perfeccionó sus habilidades atracadoras -o expropiadoras, según decía- antes de volver a una España que iba a amanecer republicana. Ciertamente, el desguazado sistema de la Restauración, puesto en paréntesis durante la dictadura primorriverista (1923-1930), fue incapaz de manejar unas simples elecciones locales que, en abril de 1931, forzaron la marcha del bisabuelo del actual rey de España.
La etapa republicana
Que unas elecciones a ayuntamientos provocaran tal terremoto indica que la monarquía había quemado todos sus parachoques y segado todos sus apoyos. Con la II República vino lo que Durruti consideró una república burguesa, contra la que él, y la Federación Anarquista Ibérica (FAI) en la que debemos encuadrarlo a partir de ahora, iban a lanzar un golpe tras otro para evitar su acomodación y osificación capitalistas. La república, afirmaron, no era solución a nada, porque los problemas seguían siendo los de la propiedad de la tierra y los de las estructuras coercitivas del Estado. La República podía estar abriendo un tiempo nuevo, y las fuerzas de la izquierda podían acceder al gobierno, pero el poder era otra cosa, y Durruti lo sabía. En virtud de esta visión, y temiendo que un Largo Caballero en el gobierno les comiese todo el terreno que no había podido arrancarles durante su colaboración con la dictadura de Primo de Rivera, el anarcosindicalismo más milenarista levantó tres olas insurreccionales contra la República, entendida, para situarnos en su pensamiento, como heredera del Estado anterior. Para los cientos de miles de braceros sin pan y sin tierras, no podía haber, no era justo que hubiese, se dijo, ni esperas ni componendas. Necesitaban la tierra y el trabajo. La CNT y la FAI lo sabían, y actuaron en consecuencia.
Tras la insurrección del Alto Llobregat de 1932 y la de Casas Viejas de 1933, que acabaron con sendas masacres perpetradas por las fuerzas de orden público, el anarquismo se levantó por última vez a fines de 1933 contra el gobierno de la derecha de ese viejo zorro, venal y vocinglero, llamado Alejandro Lerroux. Después de que el Estado aplicase toda la violencia que las leyes le permitían, lo que implicó dejar sobre la tierra más de setenta personas tiroteadas, la CNT no volvió a tener fuerza hasta el estallido de la guerra. Durruti, que apoyó y participó en varias de estas insurrecciones, fue encarcelado una y otra vez hasta que, finalmente, fue desterrado a provincias de ultramar.
La Guerra Civil y la Revolución Social
Con la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, Durruti pudo andar de nuevo libremente por España. Tras el fracaso del golpe del 18 de julio de 1936, derrotado por las fuerzas leales a la República y los sindicatos, Cataluña fue gobernada por un poder dual. Por un lado, la Generalitat de Lluis Companys; por el otro, el comité de defensa dominado por la estructura CNT-FAI. Durruti participó en la defensa de la ciudad frente a la sublevación fascista, y después, consciente de la importancia de ganar la guerra, formó una columna de voluntarios con la que combatir a un enemigo mucho más organizado y decidido al todo o nada. En el verano de la revolución de 1936, Durruti no tuvo dudas. Revolución, sí; ganar la guerra, también. Frente a muchos otros compañeros, centrados en la primera parte del asunto, Durruti no perdió de vista que, sin victoria, no habría supervivencia. No se podía, pensaba, combatir con un brazo a la espalda. Era necesario ir al frente y plantar batalla antes de que los fascistas los barriesen, y el gobierno y las burocracias sindicales los metiesen en vereda.
Formada la columna, repleta de chaquetas de cuero y zapatones, manos gruesas y miradas en sepia, naranjeros (subfusiles) y colts engrasados, Durruti intentó entrar en Zaragoza, pero se quedó a las puertas. Lo que sí hizo fue tomar varios pueblos de la provincia. A su paso, como al de Atila, al decir de las plumas mejor pagadas, el comunismo libertario segó la hierba de la propiedad privada para desesperación del gobierno republicano y de los socialistas y comunistas, que vieron en este breve verano de la anarquía un error sin paliativos. Sin embargo, Durruti no tuvo tiempo de comprobar si hubo falsedad o verdad en sus palabras y en sus hechos. Decidido a combatir donde más falta hacía, insistió en Zaragoza, pero le empujaron a marchar a la defensa de Madrid frente a la ofensiva fascista. Allí, le enviaron a la Ciudad Universitaria, donde las balas no escaseaban y los cañonazos atronaban un cielo sin estrellas. Pero el 19 de noviembre, cuando ya se sabía que la guerra iba a durar la eternidad y un día, el azar dentro de esta ratonera lo hirió de un tiro en el pecho y envolvió su muerte en un misterio. Tras unas horas de agonía y sudores afiebrados, Buenaventura Durruti murió antes de que rompiese el alba del día siguiente. El verano, definitivamente, había terminado.
La muerte del hombre y el nacimiento del mito
Sobre su muerte cayó un silencio incrédulo. Las autoridades republicanas, temerosas de sembrar el desánimo, dudaron. Más tarde, cuando la muerte se hizo irremediable, se esparció la noticia en el frente y en la retaguardia. El entierro en Barcelona fue sentido y multitudinario. Entre banderas rojas y negras despidieron al hombre y saludaron el nacimiento del mito. Su inesperada muerte, tan extraña como cualquiera, le abrió las puertas de las canciones y las leyendas. Bajó el muerto a la nada y quedó el gesto amplio, la sonrisa dura y franca para tiempos retratados en dolor y en sepia, pero también en sueños y esperanzas. No ganaron sus ideas, desaparecidas tras la interminable posguerra, pero su espectro aún nos sobrevuela y sus manos todavía nos señalan. Porque, en contadas ocasiones, el poder no puede evitar que los nombres se susurren, canten o griten. La historia, dicho de otro modo, no siempre la escriben los vencedores. En ocasiones, de hecho, son las manos más castigadas las que lo hacen. Y mañana, en algún lugar y en cualquier parte, se seguirán cantando sus canciones como se seguirán buscando los mismos mundos sin dioses, las mismas tierras sin guardianes y los mismos países sin reyes.■
Bibliografía
Amorós, Miquel, Durruti en el laberinto, Barcelona, Virus, 2014.
Enzensberger, Hans Magnus, El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti, Barcelona, Anagrama, 1998.
Miguel Ángel Sanz Loroño
Doctor en Historia
marxenelaula@gmail.com
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