30 marzo 2023

Las que cuidan

Una mujer recoge a una familiar que padece Alzheimer en el centro alcañizano de la asociación AFEDABA Los Calatravos // A. Roda

Las que cuidan

Mujeres que dedican y sacrifican sus vidas por cuidar y aliviar la soledad de los más mayores

Texto y fotos: Annabel Roda Periodista Freelance

Aragón es una región envejecida. Nos lo dicen las cifras y también un simple paseo por cualquiera de los pueblos del Bajo Aragón Histórico. El índice de sobreenvejecimiento, que representa la proporción de la población con más de 85 años por cada 100 adultos, llega al 16,6% en la comunidad aragonesa superando el 14% de la media nacional, según el Instituto Demográfico de Aragón. De los 731 municipios aragoneses, 438 el 60% presentan índices de sobreenvejecimiento superiores a la media regional. Si acercamos la lupa a la comarca del Bajo Aragón, la población alcanza las 28.500 personas, de las cuales 6.200 son mayores de 65 años.

Ante una población cada vez más anciana e indirectamente, más dependiente: ¿quién cuida de las personas mayores? Nos lo dicen las cifras y un simple paseo por cualquiera de los pueblos de nuestras comarcas. En esta ocasión, el paseo requerirá observar con detalle y preguntar ‘¿dónde están las mujeres?’. El informe Diagnóstico de la Igualdad de Género en el Medio Rural 2021 del Ministerio de Agricultura y Alimentación da pistas. Según la encuesta realizada en este informe, el 85,6% de las mujeres encuestadas se define como la cuidadora principal en hogares donde viven personas en situación de dependencia. El mismo informe recoge que el 31% de los encuestados cree que los servicios dedicados a la dependencia son insuficientes. Quienes afirman la insuficiencia de servicios son principalmente mujeres (un 36,1% frente al 34,6% de hombres).



Números que dejan entrever que son ellas quienes, ante la insuficiente cantidad de servicios de atención dirigidos a la población envejecida, sustituyen dichas carencias asumiendo el rol doméstico y de cuidados.

Escuchamos a tres de estas mujeres que cuidan a personas ancianas en nuestros pueblos; tres mujeres que nos han dejado entrar en sus vidas para ofrecernos un retrato íntimo de unas de las aristas a repensar en el mundo rural: el sistema de cuidados.

 

Magda, 61 años, hija-cuidadora

La historia de Magda es dura y la que tradicionalmente más se ha repetido en nuestros pueblos. Durante años ha compaginado su trabajo con el cuidado de su padre y su madre los cuales iban sumando dolencias con el paso de los años. Cada vez requerían más atención por lo que decidió cuidar de sus padres en su propia casa en el mismo pueblo del Matarraña donde vive toda la familia. Poco tiempo después, su suegro empezó con episodios de demencia que fueron agravándose. Hace un año y tres meses, decidió pedir una excedencia en el trabajo y dedicarse al cuidado de los tres ancianos en casa.

En un principio no nos convencía trasladarlos a una residencia, aunque con el tiempo vemos que quizá pueda ser una pequeña solución”, dice Magda. Una opción que tiene sus limitaciones. “Las residencias de la zona todas están llenas, tienen todas listas de espera y económicamente, con las pensiones que tienen no llegas a pagarlo”. Un sistema de cuidados que no cubre las necesidades de las personas dependientes ni de sus cuidadoras. “Está mal montado, no está planteado para ayudar sino como un negocio. Tendrían que invertir más y que haya más plazas públicas”, reflexiona.

El servicio comarca de ayuda a domicilio tampoco le sirve a Magda. Hay lista de espera, mientras las solicitudes al servicio no paran de aumentar en esta y en otras comarcas. “Las primeras horas de la mañana ya están todas ocupadas para que venga alguien a ayudarme una hora, pero es que yo necesitaría una persona 12 horas”.

Y es que los cuidados requieren una jornada de 24 horas, siete días a la semana. Magda admite que ahora todos los días son iguales para ella, que tiene que pararse a observar el calendario para saber en qué día vive. Una jornada infinita que siempre se repite. Levantarlos, asearlos, vestirlos, preparar el desayuno, dárselo, recoger, limpiar, cocinar, dar los medicamentos, acompañar, tranquilizar, ir al médico… Una sobrecarga de trabajo que merma la vida personal de las mujeres-cuidadoras. “Noto que mi carácter ha cambiado. Antes era una persona con muchas ilusiones y ahora veo que todo es más difícil de conseguir. Es que hay cosas que antes hacía y ahora no puedo. Es una obligación. No puedes irte cuando quieres”.

Un rol de cuidadora principal que se asume como algo natural, una tradición, un deber familiar o bien como una decisión individual, sin saber muy bien dónde empieza una y dónde terminan las otras. “Yo le he planteado a mi marido que también se pida una excedencia y turnarnos… Yo he dejado un trabajo que me gustaba, me encantaba salir de casa cada día… A nuestra generación, sobre todo a los hombres, los han educado así: ‘él irá a trabajar y tú harás lo de casa”.

Ese ‘hacer en casa’ significa también soledad y pocos respiros. Algo que se guarda de puertas hacia dentro. “Estas situaciones no se saben, no se conocen hasta que lo vives directamente”.


Sara, 53 años, cuidadora interna.

Sara llegó a Valderrobres hace cuatro años desde Palmira, su ciudad natal en el sur de Colombia. Nunca había salido del país, ni había cogido un avión. Unos familiares que viven en la zona le habían insistido en que probase suerte en el país, que le ofrecían su apoyo. A la tercera vez que se lo dijeron, aceptó. “La situación se fue poniendo muy pesada [en Colombia]. Trabajaba en una empresa de construcción. Yo me quedé sin empleo. Entonces empecé a trabajar en mi casa, a cocinar los fines de semana. Mi exmarido tiene problemas de salud y soy yo la que estoy al cargo de mis hijos”, cuenta Sara (nombre ficticio). Sus hijos y antiguo esposo acabaron convenciéndola. “Nunca me había separado de mis hijos. Fue lo más duro de esta decisión”.

Tras unos inicios en el país complicados sin trabajo y encerrada por el confinamiento, desde hace tres años cuida a una anciana de 92 años como interna al principio, también de su marido que padecía una demencia y al poco tiempo, falleció. Un trabajo que en sus comienzos tampoco fue fácil, pero que ahora dice sentirse afortunada. “He tenido mucha suerte el haber ido a esta casa porque vivo como en la mía. Me he ganado tanto el afecto de la señora y me siento tranquila, me siento a gusto. De vez en cuando nos peleamos, pero ella me dice que no me preocupe que eso es una pelea de madre e hija”. Más allá de unas pequeñas riñas, la compañía de Sara supone ayudarla a vestirse, acompañarla a la ducha, que no baje las escaleras sola o ver la televisión juntas y explicarle el programa que no puede escuchar correctamente. Sara es su muleta y el pilar al que agarrarse ante un hijo y unos nietos que viven lejos del pueblo.

Sara trabaja de lunes a domingo, tiene las tardes libres y los domingos también parte de la mañana. “Uno termina siendo familia de la persona con la que comparte tanto tiempo. Entonces a mí me da mucho pesar irme a las tres de la tarde todos los días y hay muchos días que no me voy”, confiesa. Por el momento no tiene un contrato, está a la espera de resolver la documentación que formalice su situación laboral. “Si yo necesito hacer alguna diligencia durante todo el día, yo he podido disponer de ese permiso. La familia está contenta conmigo y esperan poder hacer un contrato porque, primero, no quieren que yo me vaya y segundo, porque hay unas normas que lo indican”. Sara insiste que, a pesar de lo lejos que se encuentra de su hogar, la han hecho sentir como en casa y sobre todo, le han facilitado que sus hijos pudieran venir a España y quedarse en la misma casa.

Volver a Colombia no es una opción, a pesar de que sus ojos brillan al nombrar los paraísos naturales que alberga su país. “Tú aquí puedes andar con tu móvil sin que nadie te lo robe, no tienes miedo de caminar por las calles en la oscuridad porque nadie te va a hacer daño, mientras que allá tú no puedes salir. No puedes andar en una calle sola porque te atracan, te lastiman. Eso ya no lo quiero para mis hijos ni para nadie de mi familia. Si yo tuviera la oportunidad de llevármelos a todos a un lugar tan seguro como éste, lo haría”.


Beatriz, 47 años, auxiliar de ayuda a domicilio.

Beatriz Fernández es una de las auxiliares del servicio comarcal de ayuda a domicilio de la Comarca del Bajo Aragón. Beatriz, con años de experiencia en los cuidados a domicilio a particulares, lleva siete años en el servicio de ayuda a domicilio comarcal. Una jornada de mañana y tarde en la que siempre toca la puerta a la misma hora en los mismos seis hogares. “Las personas mayores y, más, la de estos contornos, no quieren ayuda. Les es muy difícil meter a una persona extraña en su casa. Entonces, una vez que se acostumbran a mí, es complicado que una compañera de trabajo me sustituya en mis vacaciones”, explica. Por eso, es normal que cuide siempre a las mismas personas. En total, atiende a siete usuarios de los que conoce sus gustos e incluso comparten confidencias. “Yo con ellos hablo absolutamente de todo. Hago de psicóloga, de cura, de confesor. Al principio no me cuentan nada, pero cuando llevas un tiempo te sabes la vida, obras y milagros de toda la familia”. Confesiones que se comparten mientras los asea, organiza la casa, hace la compra o pasea con ellos. Las siete personas que reciben la ayuda de Beatriz son, por lo general, usuarios con una gran dependencia. Sin embargo, explica que al servicio pueden acceder personas mayores que simplemente necesitan que alguien les haga la compra o acompañarlos por la calle “porque necesitan ir agarrados a un brazo”.

  Lo mejor de su trabajo es que muchos usuarios le agradecen constantemente su ayuda y la agasajan en Navidad con dulces, pero “hay otra gente que se piensa que eres la criada, la señora de la limpieza”, señala. Y es que Beatriz reivindica que su labor va más allá de las tareas domésticas, “yo ayudo a la persona mayor a que no pierda el hábito de hacer cosas. No le voy a enseñar nada nuevo, pero se trata de que no pierda. Yo voy más deprisa si le abrocho los botones de la camisa, pero me interesa que lo haga él porque ese movimiento significa que pueda seguir haciéndolo por sí mismo”.

  A la falta de reconocimiento se suman las condiciones laborales. “Llevo haciendo el mismo trabajo que hago ahora desde hace 14 años [interrumpidos por un período de maternidad] y cobro casi 400 euros menos”. Esa merma en el salario explica que se debe en parte a que los desplazamientos que debe realizar con su propio vehículo se siguen pagando igual que hace una década. A la ecuación se suman unos convenios laborales desactualizados.

  También hay una parte emocionalmente dura: cuando los usuarios mueren. El vínculo emocional que se crea entre cuidadora y usuario es evidente. “Son personas del pueblo, que las conoces. O bien, conoces a la hija o su nieta va con tu hijo al cole. Es una línea muy difícil de no pasar. Por mucha sangre fría que tengas, si tú ves a una persona que está mal, llevas tres años con ella y ves que se está apagando, te duele en el alma. No es tu madre, no es tu familia, pero es que hay una relación”.

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