27 febrero 2023

#MiguelÁngelSanzLoroño - La I República: a 150 años de su proclamación

Alegoría de La Niña Bonita sobre la I República española,4​ publicada en La Flaca, revista humorística y liberal del siglo XIX.


La I República: a 150 años de su proclamación 


La primera experiencia republicana en España sigue arrastrando en la memoria contemporánea una sombra de inferioridad respecto a su hermana menor, la II República de 1931. Sin embargo, la que ahora cumple siglo y medio en nada se debe tener como una versión acomplejada de su segunda edición, pues desató en el ruedo ibérico un huracán de libertades, deseos y renuncias pasadas que acogotó a la España de palco y rosario, y puso fin al ciclo revolucionario liberal que había dado contenido y forma al siglo. Tanto pánico produjo en la España del cacique y del incienso que la reacción que la liquidó sembró los cimientos de la Restauración borbónica entre golpes de Estado y asaltos a los cantones democráticos.


Este 11 de febrero se cumplen 150 años desde el momento estelar en el que España dejó de ser un reino y pasó a ser, por vez primera y por breve tiempo, una república. Durante once meses, hasta que el golpe de Estado del general Pavía le entregó el poder al general Serrano, la I República (1873-1874) conoció cuatro presidentes del poder ejecutivo, una erupción cantonalista y una insurrección obrerista en Alcoy. La Historia, en otras palabras, se arremolinó de ruido y furia y sumió al antiguo reino en una convulsión que no puede interpretarse como un pálido antecedente de la II República (1931-1939). La I República, bien al contrario, fue una experiencia histórica apabullante, un acontecimiento (con mayúscula) que agotó y cerró el proceso revolucionario liberal (1808-1874) y dio paso a la Restauración borbónica (1874-1923) diseñada por Antonio Cánovas del Castillo. 1873 fue, por tanto, cualquier cosa menos un año tranquilo.

Dicho de otro modo, esos once meses eléctricos y aventados, tremolantes de democracia y de pánico en los cortijos y en las mejores familias, llevaron la revolución liberal hasta el punto de ebullición en el que las burguesías del antiguo reino, escaldadas y aterradas, sintieron que la propiedad privada y el orden social, que para ellas eran lo mismo, habían entrado en un peligro existencial. Una cosa era garantizar la libertad de mercado, la España de las provincias, la venta al mejor postor de los bienes eclesiásticos y de las tierras comunales, el sacrosanto derecho de la propiedad individual y el sufragio censitario, y otra muy distinta los derechos de sindicación, la España federal, la reforma agraria, la limitación de la libertad del patrón y el sufragio universal. Es decir, a un lado el liberalismo tal y como se entendió desde 1833 por los moderados y los progresistas, y al otro, la democracia tal y como la entendió el republicanismo desde el bombardeo de Barcelona a cargo de Baldomero Espartero en 1842.

Fueron precisamente estos once meses de repúblicas proclamadas desde arriba y desde abajo (los cantones) los que descuajeringaron el calendario del proceso revolucionario liberal, que había transformado el reino feudal y patrimonial de Fernando VII (1808; 1814-1833) en el reino capitalista y nacional de Isabel II (1833-1868). Fue este proceso llevado a cabo por los espadones de la Corte de los Milagros el que construyó una España a imagen y semejanza del trigo castellano y de los cortijos, de las compañías mineras y (en mucha menor medida) de la industria textil catalana. Una España convertida en un botín de guerra, del que solo se podía disfrutar a fondo si se pisaba la alfombra de la Corte y se escribía en el periódico más importante de la península, la Gaceta de Madrid (el antiguo BOE).

Y es que, al menos desde el Trienio Constitucional (1820-1823), las burguesías se habían venido tirando los trastos a la cabeza y haciéndose unas contras otras pronunciamientos y algaradas, especialmente desde que el carlismo dejó de ser un monstruo de mil cabezas en 1839 y el reinado de Isabel II se consolidó por la fuerza de las armas. Como la Reina Castiza detestaba a los llamados progresistas, y siempre le concedía la formación del gobierno a los moderados, los primeros se dedicaban de cuando en cuando a derribar consejos de ministros con retiradas al Aventino y cuartelazos de tres al cuarto. Así sucedió en el llamado bienio progresista (1854-1856), una ópera bufa que no dio los frutos esperados, salvo los de la desamortización de Madoz, que puso a la venta las tierras de propios y de baldíos para terminar de atornillar el latifundio y convertir el suelo hispano en un mercado de compro y vendo. En la siguiente aventura progresista, caerían el gobierno y la propia reina, que fue abandonada por todos cuando ya nada podían sacar de ella. Corría el año de 1868, y la crisis de las compañías ferroviarias se había llevado por delante las migajas de un reino puesto en almoneda.

Entonces sucedió lo que venía sucediendo desde 1808. Florecieron como setas las juntas de gobierno locales y la aspiración democrática se extendió como un sarpullido en la cara de la propiedad privada. Se exigió lo de siempre, el fin de los impuestos de consumos y la supresión de las quintas. Las vajillas de porcelana china gritaron de pánico; los apellidos compuestos se descompusieron. España estaba sin rey y sin regente. Acéfala, corría el peligro de convertirse en una república de taifas, una pesadilla dentro de una pesadilla, pero los republicanos, por entonces, carecían de fuerza para semejante hazaña. Como en tantas otras ocasiones, de las mejores familias brotaron aullidos de sálvense la cartera y la patria, que suelen ser una y la misma cosa. Los espadones isabelinos que aún coleaban escucharon los cantos de las sirenas varadas y ateridas, y aprovecharon la ocasión para pintarla calva. Ahora o nunca, se dijeron después de estar décadas medrando a la sombra de los Espartero, los Narváez y los O´Donnell. Y fue, qué duda cabe, ahora.

Prim y Serrano, el primero un aventurero tragasables y el segundo un corsario de los reservados y de las alcobas, se encaramaron a la revolución como si fuese una yegua y la domaron por la fuerza de las promesas y de las bayonetas. Desarmaron a las juntas, santificaron la propiedad y la libertad del patrón, prometieron el sufragio universal confiando en la capacidad del ministerio de la Gobernación para ordeñar las urnas y afirmaron que la revolución ya se había hecho, que de lo que se trataba ahora era de buscar un rey nuevo para un tiempo nuevo. Porque las repúblicas, pensaba Prim, las cargaba el diablo, y bastante habían sudado los próceres del gobierno provisional para devolver las aguas de la revolución al cauce del orden y de la civilización española. Así las cosas, mantener el imperio y mantener España como un reino, pensaba Prim, eran dos caras de la misma moneda. Y por eso, razonaba, se debía enviar a morir al manglar cubano a los que no podían pagar la exención de las quintas. La propiedad y el azúcar cubano así lo ordenaban. 

De todas las puertas que tocaron, y tocaron más de lo que el decoro permitía, solo Amadeo de Saboya les permitió franquear la entrada. Sin embargo, la muerte de Prim y el volcán despertado en 1868 le sabotearon todas las oportunidades. Dos años después de pisar tierras hispanas, Amadeo abdicó y dejó a las Cortes con la insólita tarea de empezar la ronda por las cancillerías europeas o, por el contrario, proclamar la república. Los llamados radicales de Ruiz Zorrilla tenían mayoría absoluta en el Congreso, estaban hechos a todo y, lo que es más importante, estaban dispuestos a todo antes de verse relegados por otras fuerzas; los republicanos, que venían a la gresca entre los que lo querían todo ahora y los que pensaban que las cosas necesitaban sus propios tiempos, ocupaban casi el 20 por 100 de los escaños. Todos temblaron, pero el salto sobre el vacío era obligado. La opción alfonsina, celosamente guardada por Cánovas, no estaba madura, y el recuerdo de la Reina Castiza, sin embargo, aún chorreaba de borbones y de malos recuerdos. Las guerras contra el carlismo (la tercera en lo que iba de siglo) y contra los patriotas cubanos no dejaban tiempo para mirar las avutardas. Así las cosas, el 11 de febrero se reunieron el Congreso y el Senado de la Constitución monárquica de 1869 como quien se reúne para inaugurar, a su pesar, el mundo. España, se declaró, se constituía como una república. La forma de Estado había sido proclamada; ahora, y ahí estaba el nudo gordiano, se trataba de darle contenido y significado.  

Desaparecida la figura del rey, que siempre actúa de mortaja sobre los problemas del reino, el vendaval de la Historia abrió España de par en par, y todo el siglo se arremolinó en coletazos furibundos de democracia y de décadas atropellándose unas a otras. El siglo XIX español encontraba, finalmente, el momento estelar en el que se chocaron todo el pasado acumulado y todo el futuro por delante. Los acontecimientos se sucedieron como una manada frente a la mirada espantada de las burguesías isabelinas. Los sucesos de Alcoy, que resonaron como el eco apocalíptico de la I Internacional, y la insurrección cantonalista, que intentó evitar que Madrid rebajase las victorias democráticas de las juntas locales proclamando ellas mismas la república, sumieron a estas buenas familias en un vértigo que clamaba por un rey o un sable.

El sable llegó el 3 de enero de 1874, cuando el general Pavía les dijo a sus señorías que fuesen desalojando la sala, que volvía el turno de los espadones y de las espuelas. El rey apareció en las postrimerías de ese mismo año, cuando el general Serrano, que había alcanzado el cénit de su gloria caníbal gobernando sobre el cadáver de la república durante todo 1874, se apartó, a su pesar, después del pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto. Solo entonces, España, ardida de frustraciones y de la violenta necesidad de la Historia, le dio la bienvenida a Alfonso XII. El ciclo había terminado. El aire turiferario y notarial de la Restauración se extendió como una peste que sepultó el fantasma republicano durante más de cincuenta años.

Ciertamente, el año lisérgico de 1873 devino un fantasma, un espectro de pesadilla para unos y de esperanza para otros. Cánovas aprovechó los insomnios sufridos por los apellidos compuestos para forjar el pacto que sustentó la Restauración. Y así, de la misma manera que la experiencia radicalmente democrática de la Comuna de París de 1871 amedrentó a media Europa y determinó la fundación de la estirada III República francesa, la I República hizo lo propio con las burguesías de España y con la Restauración borbónica1. A partir de entonces, ni la política ni el Ejército volverían a ser los mismos que antes de 1873.

La sociedad que podía escribir y votar, escarmentada y deseosa de conservar lo poco o mucho que tuviera, giró hacia el resentimiento mezquino y la conservación de la cartera, esto es, hacia la derecha más rancia. Y el sable, su brazo armado, giró con ella. 1873 necesitaba ser enterrado, y, por ello, las disputas por el control de la Gaceta de Madrid desatadas entre el cereal, el vino, el trigo y el textil catalán no podían volver a poner en ebullición el Reino. Una gran masa de la población quedó al margen de todo, tanto del sufragio como del reparto del pastel. La Guardia Civil y la ley marcial, declarada siempre que se precisaba, mantendrían el campo y la ciudad no en silencio, pero sí en sordina. Otras formas fantasmales, como el socialismo y el anarquismo, vendrían a alimentar las pesadillas de la propiedad en España y a sustituir el motín, la junta y la algarada por el sindicato, la bomba y la huelga revolucionaria. Pero antes de todo eso, ocurrieron estos once meses que estremecieron a la España de los espadones y de los cortijos, de los reservados y de los pelotazos, a esa misma España a la que se le sigue rindiendo culto en las estatuas, las calles y las placas de bronce.

 

1873: crónica del año en que vivimos peligrosamente2

Nada más firmar la abdicación, Amadeo I se despide de las amantes y regresa a su tierra. Es éste un febrero que presagia una primavera de flores salvajes y girasoles en llamas. Los telegramas revolotean frenéticos, anunciando que en este año se condensará una década. Abrasada la coalición constitucional que salió de la revolución (gloriosa la llaman) de 1868, solo quedan los republicanos, también divididos, para recoger los restos del naufragio. Su madera es la única que todavía no ha ardido. Y ya es tiempo de que lo haga. Ya es tiempo, se dicen sorprendidos de la ocasión aparecida, de que España sea una república.

El Congreso busca ayudas en precedentes pasados, pero no las encuentra. No hay lugar al que huir ni soberano al que mirar. Sin saber ni poder hacer otra cosa, como un ser humano que descubre un mundo nuevo sin haber esperado que realmente ahí estuviera, los diputados, en su mayoría radicales, proclaman la I República. El entusiasmo no prende igual en todos los partidos. Es ardiente en los republicanos federales, sobre todo en los llamados intransigentes; es tibio en los republicanos más templados, y frío en los radicales. Al otro lado se tientan la ropa y el rosario los antiguos moderados y unionistas, mientras que los viejos progresistas sudan el miedo helado del pánico. La República arde como un cometa en la última etapa de la revolución burguesa. Los radicales apenas han podido evitar la proclamación sin mearse encima. Temen casi todos los diputados una explosión de la chusma o, he aquí el nuevo signo de los tiempos venideros, de las masas. Sin confianza en éstas, argumenta Pi y Margall, es imposible que la República se sostenga. Confiemos, dice, y hagamos república desde abajo y desde arriba.

La Historia, en cambio, ni confía ni afirma la bondad del ser humano. Recompensa, al contrario, el miedo de quien tiene, puede y sabe. Si para los republicanos federales la res publica es la solución a todos los males, para las buenas familias, desde los cortijos hasta las clases medias más timoratas, las del chocolate con churros, el rosario y la provincia, es toda una pesadilla. Apocalípticos por definición, piensan que tomar el destino de todos en las manos de todos es anarquía. Son, a pesar de presentarse como faro de la sociedad entera, una minoría, si bien cualificada para tramar cuartelazos entre el teatro y las embajadas. En una de ellas, Inglaterra mira con preocupación el festín democrático de España. Cánovas, experto cazador del momento propicio, también frunce el ceño, pero sabe que aún debe quemarse el cartucho más radical de la revolución liberal para encontrar su momento, la bala que, una vez disparada contra la propia revolución, deje un bonito cadáver para el mes de Termidor3. Solo cuando la desesperanza se haya adueñado del Reino, el hijo de Isabel, Alfonso, tendrá su momento.

Al poco de proclamarse la República como una carcasa todavía sin contenido, la disputa entre darle un sentido federal y uno central (unitario) se convierte en la grieta por la que se cuelan los sueños de unos y las pesadillas de otros. Como es tradición, España se eriza de juntas revolucionarias y de urgencias. La nación, que se dice federal, se enfrenta con unas Cortes mayoritariamente unitarias. El poder constituido quiere ir despacio, sin despertar a la fiera democrática. Pero ésta ya está desbocada por las praderas de la memoria. Exige el fin de las quintas, de los consumos y de los estancos del tabaco y de la sal; demanda lo que sus señorías han temido siempre, y quiere que las leyes protejan a quien ni puede, ni tiene, ni sabe. Los diputados se horrorizan, pero aún no han visto nada. Las juntas exigen que las tierras comunales dejen de subastarse para quien ya está saciado de ellas y se repartan entre los lugareños según las necesidades de cada paisano. Esta reclamación brota de los estómagos y el sudor de las espaldas, y ciega la mirada de los propietarios. Esto es locura, dicen, esto es carlismo. Se equivocan. Las juntas no miran al pasado que no fue, sino al futuro que puede ser. Los radicales se tientan la bolsa y salen por piernas. Y, en las elecciones generales, los republicanos federalistas, que son casi los únicos que se presentan porque los demás están atónitos o en desbandada, cosechan la siembra de varias décadas de infamia.   

Estanislao Figueras, hombre de prestigio sin cintura, preside la República a la espera de una Constitución. Las juntas, que no se fían de Madrid, presentan a los Voluntarios de la República para darle a esa Carta Magna el sello de la democracia. La República, dicen, se hace de abajo arriba, y no al revés, como se ha hecho todo en esta vida. Figueras va y viene, se agita y pide a Pi que le dé cobertura. Pi y Margall, teórico de la república desde abajo, se traga el sapo y demanda la disolución de este poder dual que vacía al Estado de autoridad y competencia. Pero no es tiempo de nadar y guardar la ropa, y la Historia se lleva a Figueras bajo sus olas. Barcelona proclama el Estado catalán dentro de España antes de que Madrid la bombardee de nuevo, lo que es tradición ya vieja. Pi y Margall no envía proyectiles, sino telegramas, que logran poner a Cataluña a la espera. Telegrama a telegrama, Pi y Margall, ministro de la Gobernación, desmonta el proceso revolucionario a cambio de una Constitución federal que ponga el reloj al sol del mediodía.

Sin embargo, esta obra ya se ha visto muchas veces. Exigiendo un nuevo guion, los Voluntarios de la República dan un cuartelazo al estilo de Riego. Se presentan ante el Congreso y marchan con las bayonetas hasta las puertas de los ministerios. Figueras, que ni come ni duerme desde hace días, escapa. En su lugar es elegido Pi y Margall con la esperanza de templar ánimos y gaitas. Pero ni su ascendiente ni su programa de gobierno, que reconoce el derecho a frenar la voracidad de tierras de los que nadan en ellas, logran detener el tiempo desbocado. El problema no es el programa, sino la forma. Pi y Margall pide confianza para hacerlo de arriba abajo, pues no se vive en tiranía, sino en República, que es, afirma, una asamblea bien avenida. Las juntas no le creen, no porque mienta, sino porque saben que desde arriba nunca viene nada, ya que todo se arranca o se llora. El orden, le dicen a Pi y Margall, no viene antes, sino después de la República. Porfía el nuevo presidente tropezándose con miedos, divisiones y cálculos de recompensa. Y, de repente, las chispas entre los dos poderes incendian España.

En el litoral mediterráneo y en Andalucía, el volcán de los cantones galvaniza la tierra. Siguiendo el modelo de la Comuna de París, cada ayuntamiento se proclama cantón republicano. La democracia directa cristaliza, y el Estado tiembla al oír a parte del Ejército cantar la misma canción que vibra en Cartagena, el cantón más fiero e independiente. Este poder constituyente, esta fiera incontrolable que imagina otros mundos y proyecta otras vidas, llega hasta el límite del pensamiento republicano, lo absorbe y lo supera. Al otro lado ya no está el liberalismo, sino un nuevo mundo, el del socialismo y el anarquismo.

En Alcoy, ciudad de industria, visillo burgués y manos encallecidas, la proclamación del cantón no evita el mayor de los problemas. La Internacional obrera, que en España viste de rojo y negro, tiene más raíces que el miedo o la república. Para la Internacional no hay obediencia que valga. Exige la jornada de ocho horas y un aumento de sueldo, reventando de esta forma la acumulación de beneficios de los industriales alcoyanos. Agustín Albors, alcalde republicano, se enfrenta a los obreros y pide que se atengan a razones. Pero no le devuelven más razón que la mayor de todas ellas. Quien trabaja, contribuye y merece. Aterrorizado, Albors ordena disparar contra la masa. La huelga insurreccional es un hecho, y el ayuntamiento arde en llamas. Hay refriega y mucha pólvora, hasta que una columna de Voluntarios de la República, pero no del caos, al decir de sus palabras, se presentan en la ciudad para restaurar la propiedad privada. Mueren una docena de obreros y otros cientos son detenidos, torturados y juzgados. Queda la ciudad en sombra, como una tierra de nadie en la que república y anarquismo caminan ya por separado.

No es Pi y Margall quien se hace cargo de esta masacre. Acosado por los monstruos de la razón de Estado, que le exigen incumplir la promesa de abolir las quintas y de no pedir poderes excepcionales, dimite una vez ha sido abandonado por los diputados intransigentes. Las Cortes eligen a Nicolás Salmerón, que trae del brazo al general Manuel Pavía. Más de treinta provincias, entre carlismo y cantonalismo, tienen a España en trance. Salmerón da vía libre a los generales para que pongan fin a lo que llaman abiertamente anarquía. El Ejército se enfrenta a Cartagena, cuyos barcos están, por decreto presidencial, en el bando pirata. Los combates son encarnizados. El bombardeo de Valencia, estruendoso, no lo es menos. Pavía toma Sevilla al asalto, deja mil muertos en el camino y otros tantos en su ruta hacia Cádiz, semillero de políticos y comerciantes. Allí bombardea la ciudad hasta que la rebeldía gaditana rinde su república a Manuel Pavía, también gaditano. La razón de Estado le aplaude y le saluda.

Aunque la fiebre cantonal baja, Salmerón dimite en septiembre. No quiere firmar ninguna sentencia de muerte. Toma el relevo un hombre duro y horrorizado, más unitario que federal, más orondo que recto, llamado don Emilio Castelar. Ha redactado el proyecto de Constitución federal más democrática hasta la fecha, pero lo ha hecho antes de asomarse al horror (para el propietario) que ha emergido en Alcoy, Cartagena y Sevilla. Con una retórica apocalíptica y catedralicia, reclama el fin de la disolución de España en cantones de taifas. Castelar ha abandonado toda pretensión de confiar en las masas. Nunca ha entendido la democracia de abajo arriba. Liberal convencido, se siente, y con él la mayoría a la que representa, colgado entre dos abismos, el carlista y el anarquista. Suspende la vida de las Cortes hasta fin de año, gobierna por decreto y le entrega todo el poder a los generales monárquicos, que le garantizan la pervivencia del Estado ametrallando obreros, democracias o repúblicas. Lo que haga falta.

Estudioso de las gestas y de las miserias pasadas, a Castelar le ha fallado la naturaleza humana, según dice a quien le escucha, y para protegerse de semejante decepción, se adoba con un pesimismo pragmático que desconfía de lo nuevo y de lo bajo. Como les sucede a todos los intelectuales que hablan del pueblo con una retórica exenta de sudores y de cazallas, el presidente se entrega a lo malo conocido con la excusa de que esta república no es la que él tenía en la cabeza. Siguiendo los renglones de la razón de Estado, Castelar pide en préstamo cien millones de pesetas, que caen en forma de veinte mil proyectiles sobre Cartagena. Mil deportados y otros tantos edificios destruidos serán el saldo de la campaña. La República se ahoga en sangre, en hierro y en pólvora. Castelar la verá morir, pero no como presidente. El último espadón que aún colea, el general Serrano, asoma su cara de cemento para que la incluyan en los libros y la graben en las estatuas dedicadas a los jefes de Estado y a los próceres de la patria. La República ha muerto, pero Serrano bailará con el cadáver durante casi un año. Indiferente, la Historia aprueba la danza y vuelve a darle el turno de gobierno a los de siempre.


Bibliografía

Fontana, Josep, La época del liberalismo, Barcelona, Crítica/Marcial Pons, 2007.

Villares, Ramón y Moreno Luzón, Javier, Restauración y Dictadura, Barcelona, Crítica/Marcial Pons, 2009.


1A ambas experiencias fueron liquidadas por el sable, el cañón y la fusilería. Los generales a los que Castelar entregó todo el poder en el último cuarto del año de 1873 fueron los que le dieron muerte a la I República. En el caso parisino, los ejércitos francés y alemán entraron al alimón por los Campos Elíseos y fusilaron a veinte mil personas en tres días. La llamada belle époque francesa se fundó, por tanto, sobre miles de cadáveres.

2Al ser una crónica, se ha optado por narrar esta historia en presente, no en pasado.

3Termidor fue el mes del calendario revolucionario francés en el que el gobierno jacobino fue derribado y sus principales líderes ejecutados (Robespierre y Saint-Just). Termidor ha quedado como sinónimo de un giro brusco hacia la derecha en cualquier proceso revolucionario.


Miguel Ángel Sanz Loroño
Doctor en Historia
marxenelaula@gmail.com

 

 


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