14 febrero 2023

#AlbertoDíaz - El honorable –e indispensable– vicio de la lectura






De libros, librerías y bibliotecas (y2) 

El honorable –e indispensable– vicio de la lectura

 

El tipo que escribe para ustedes tiene vividos en su cuenta 76 (setenta y seis años), fue un lector precoz y devoraba cuanto material impreso caía en sus manos: fui un asiduo a las bibliotecas desde mi época escolar y surtía de lista de libros a toda la familia, por si llegaban épocas de regalos. 

Y no era una copia del repugnante niño Vicente, tenía mis pandillas, mis equipos de fútbol y fui descalabrado por alguna piedra bien lanzada en las guerras de guerrillas de los barrios. Pero siempre había un libro esperándome y unos momentos sagrados dedicados a Salgari, Julio Verne, Stevenson, Carroll, Peter Pan, Woogli, Sherlock Holmes, Guillermo Brown, el Guerrero del Antifaz, el Jabato o Roberto Alcázar y Pedrín. El hábito de la lectura ha sido mi compañía íntima toda la vida, me ha dado consuelo, amor, risas, astucia, inteligencia emocional y operativa, sentido crítico, hambre de sabiduría, conocimientos y una inextinguible ansia de comprender, a mí mismo y a los demás y al mundo que me rodea y sustenta. Las tres actividades profesionales que han enriquecido mi vida atestiguan mi pasión por los libros: periodista, psicólogo y escritor. Perdonen estas notas personales, sólo las cito como ejemplo práctico de la hipótesis que se defiende en este escrito: la lectura es una forma de vida, porque la vida como la lectura es ambigua y polivalente: nadie nos puede decir cuál es la forma correcta de lectura, como en la vida tampoco hay señales inequívocas que nos guíen. A veces coinciden en ambas, la lectura y la vida, algún principio operativo que las une. Por ejemplo, lo que Nietzsche y Wittgenstein recomendaban a sus lectores: la lentitud, la morosidad, el permitirse pensar antes que dar por sentado nada. Ni lo leído, ni lo que vives.

Para sustentar lo que antecede, en un principio barajé los nombres de Stefan Zweig, Harold Bloom, Thomas Mann o Virginia Woolf, como compañeros de viaje en este íntimo, interior y apasionante “vicio de la lectura”. Después pensé que en nuestra tierra también hay autores que han escrito libros muy adecuados y originales para mis intenciones y sin demasiada dificultad encontré algunos que no desmerecen en absoluto –en lo que concierne al tema que nos ocupa– de los grandes clásicos citados.

Se trata de Joan Carles Mélich y Sebastià Serrano, dos catedráticos de la Universidad de Barcelona, el primero de Filosofía de la Educación y Serrano, de Lingüística. He escogido como referencia sus libros “La sabiduría de lo incierto. Lectura y condición humana” y “El regalo de la lectura”. Con ellos comprobé la veracidad de una frase de “La lectura como plegaria” de Mélich: “Hay dos formas de estudiar filosofía, leyendo a Aristóteles y a Kant, o leyendo a Dostoievski y a Kafka”. Yo también prefiero la segunda. Realmente es más fácil comprender el mundo y las personas que lo habitamos, de una manera filosófica pero también vital y cotidiana, tras haber leído a Shakespeare, Dante, Cervantes, Melville, Proust, Rilke, Sófocles,Thomas Mann, Becket, Musil, Canetti, Pessoa, Virginia Wolf, Tólstoi, Dickens, Zweig, Zola, Flaubert… ¿No me creen?

¿Cuántas Madame Bovary o Anna Karenina ha conocido usted? ¿Cuántos Quijotes, Sanchos Panza, obsesionados capitán Aqab, tolerantes Leopoldos Bloom casados con Mollys quejosas y adúlteras? ¿Cuántas veces se ha visto en situaciones ”kafkianas”, sin sentido, absurdas, inexplicables, burocráticas de pesadilla? ¿O se han sentido como el protagonista de “El hombre sin atributos” de Musil? ¿O han padecido incomprensiones y persecución social como Oscar Wilde? ¿O sufrido el martirio de los celos, como nos cuenta Marcel Proust hasta la saciedad? ¿O desesperado tras el amor y la nada, como el Cónsul de “Bajo el volcán” de Lowry? ¿O enfermo de lucidez como en “La montaña mágica” de Thomas Mann? ¿O preso de la desesperación más atroz como en los libros de Primo Levi o de Jorge Semprún? ¿Cuántos potenciales personajes de Dostoievski deambulan por los juzgados y la prensa de sucesos? ¿Cuántas veces le han dicho que alguien tiene unos complejos de tipo freudiano o junguiano o lacaniano? ¿Sabe que la demanda feminista clásica de “una habitación propia” es el titulo de una novela de Virginia Woolf? ¿Se ha dado cuenta que leyendo a Shakespeare, –Ricardo III, Hamlet, Macbeth, el rey Lear–, comienza a entender uno a los dictadores –Putin, Trump, Bolsonaro– que nos rodean cada vez más, sus pasiones y sus miedos y manías? ¿Que leer a Rousseau y su “Emilio” nos da claves para entender el desbarajuste de la educación actual? ¿Que leyendo a Platón se comprenden muchos de los problemas que causan los sistemas religiosos cuando intervienen en la vida política y social? ¿Cuántas similitudes sería capaz de ver entre Clarisa Dalloway, el personaje de V.Woolf , y muchas señoras casadas que conoce? Se sorprenderá de la agudeza de Dostoievski, cuando en “los hermanos Karamazov” nos narra la historia del Gran Inquisidor: en ninguna parte encontrará una parábola tan inquietante sobre las paradojas del cristianismo.

Estoy citando libros clásicos, los “libros venerables” como los llama Mélich (“ los que tienen un sentido infinito, inagotable, que siempre dicen más y de forma distinta, y que su sentido está en función del estado de ánimo y la experiencia vital del lector”) y que, para mí, tienen la particularidad casi “mágica” de ser increíblemente actuales, de ofrecernos unas ideas, conclusiones y enseñanzas que son pertinentes para nuestra época y para nuestros problemas de hoy. De ahí viene la cruzada que muchos llevamos a cabo para mentalizar a quien debería en las enrarecidas esferas del poder educativo (en el que el poder político mete corrompida baza disgregadora), de la importancia de la lectura, de los libros, de la reflexión calmada y del diálogo creativo y crítico, en la formación de nuestros jóvenes (que hoy ya están casi a la altura del analfabetismo horizontal).

Y corre prisa hacer algo al respecto. La Cultura es un bien de adquisición muy lenta, despaciosa y tan morosa como una abuela. Requiere atención, obstinación y una cierta humildad. Parafraseando a Goethe, “la gente no sabe cuánto tiempo y esfuerzo cuesta aprender a leer. He necesitado casi ochenta años para conseguirlo y todavía no sabría decir si lo he logrado”. El aprendizaje en la lectura es como en la vida: cuesta aprender como cuesta vivir (bien). Pero cuando lo consigues es igualmente gratificante en ambos casos. Y no hablo de “utilidad” o de “beneficios”, que desde luego los hay, pero son consecuencias, no objetivos. No leemos para ser más ricos y poderosos, sino para ser mejores personas y… quizá incluso más felices. Y “en eso estamos, porque vivimos leyendo, porque somos ‘seres con el libro’ y porque leer supone formarse uno mismo entre interrogantes y dudas”.

Como escribe Serrano, “leer es un ritual mediante el cual los textos creados por un autor se convierten en un narrador interno del lector, en su propia voz dentro del cerebro”. Ese narrador interno –auxiliado, no lo olvidemos, por la memoria (¡ojo con seguir despreciando la memoria en la enseñanza!)– es la instancia mental personal que conecta en nuestro cerebro lo que hemos asimilado leyendo con lo que es un evento real en nuestras vidas y de esa forma articula una respuesta, que siempre será más rica en sentido y significado que si no tuviéramos esa referencia. Nuestras lecturas forman parte de nuestra memoria episódica, pues somos en gran parte las historias que leemos, que nos cuentan y que nos contamos nosotros mismos. Las neuronas–espejo se ocupan en nuestro cerebro, mientras leemos, de identificarnos con ciertos personajes. Estamos tratando con el concepto del lenguaje (hablado o escrito) que es el “primer artefacto cultural que organiza el mundo y gestiona los sentimientos, designa y clasifica los objetos, dicta órdenes, describe el mundo y hace planes y previsiones”. Recordemos la frase de Wittgenstein, “los límites del lenguaje son los límites de mi universo personal, de mi mundo”. ¿Cómo se puede descuidar la enseñanza y el cultivo del lenguaje y sus herramientas, la lectura, los libros, en una propuesta educativa?

“La lectura permite conocer y aprender estrategias cognitivas y emocionales capaces de ayudarnos en el auto diseño de la propia personalidad y mejorarla si es preciso”, escribe Serrano, y añade “los relatos forman parte de nuestra memoria emocional y de la episódica y integran la historia de la cultura humana. Los efectos emocionales y cognitivos de las lecturas influyen en el comportamiento, la capacidad de tomar decisiones y las competencias comunicativas”. Se ha demostrado que la lectura estimula el correcto funcionamiento de la percepción, la atención, el lenguaje, la memoria, la comunicación, el razonamiento y la creatividad y es también un excelente neuroprotector en procesos de degeneración cognitiva, demencia senil y Alzheimer. Un neurólogo resumió esto con la frase: “Una buena lectura es una caricia, un delicado y delicioso masaje a nuestro cerebro”. Leer, nos lo dicen los expertos, favorece la estimulación cognitiva, la capacidad de centrar la atención, estimula la reflexión, ejercita todos los tipos de memoria (semántica, episódica, procedimental, perceptiva y operativa de corto y largo término), alimenta la imaginación y la creatividad. Enriquece la reserva cognitiva, como si fuera un “plan de pensiones” neuronal. Lo cierto es que el bienestar personal y la felicidad tienen una gran vinculación cerebral con el lóbulo frontal izquierdo que, oh casualidad, es el que se ocupa precisamente de entender y asimilar lo que leemos.

Mélich nos recuerda que “al venir al mundo no heredamos una historia de hechos sino una gramática de historias”. Y se pregunta ¿quién no recuerda las historias que han marcado su vida? Las historias que nos contaron y nos cuentan y las que nos narramos –sea cual sea el soporte en el que nos lleguen– van modelando nuestra vida, lo queramos o no. Por eso es tan importante que eduquemos cierto sentido crítico que nos permita separar el grano de la paja, por así decirlo. Pues si hay historias que nos forman, también hay, la mayoría, que nos deforman. Y esa es una de las labores de la formación escolar, medio olvidada por el afán competencial y tecnológico que nos ha invadido.

Las materias que va tratando Mélich en su excelente libro, la relación de la lectura con la vida, las religiones “del Libro” y la escritura sagrada, germen de los fanatismos y el terrorismo religioso desde la Inquisición hasta las Cruzadas y el yihadismo o las obras de Montaigne, Descartes, Nietzsche, Cervantes, Rousseau o Freud galvanizan al lector en la primera parte del libro que titula: la herencia de una biblioteca, ya que son esos escritores y sus obras las que van sedimentándose en la sensibilidad del que las lee y con–forman de alguna manera la persona que es.

En la segunda parte de “La sabiduría de lo incierto”, intitulada “La condición lectora”, se entra de lleno en la filosofía del libro y en cómo la lectura va mostrándonos los infinitos matices humanos, el amor, el dolor, la crueldad, el Mal absoluto (encarnado en el capítulo dedicado a la literatura de los “lager”, como Buchenwald) y la necesidad de la compasión como compañía ineludible de la comprensión (al estilo de Hanna Arendt). Para terminar con una ética de la lectura. Nos detendremos en este último capítulo de este libro inagotable y sugerente.

Como escribe Mélich, “la lectura abre una grieta en el mundo, en la gramática heredada”. Le da sentido a la vida del lector, un sentido que siempre está al borde del vacío y el vértigo, porque cuestiona sus impuestas “reglas de decencia” y le arrebata su historia, ya que es una “experiencia de transformación”. Ante esto, ¿cuáles son los elementos que configuran una ética de la lectura de los libros venerables? Melich enumera cinco: el respeto , no porque el libro no pueda ser cuestionado, eso lo convertiría en sagrado, sino porque puede y debe serlo, ya que en cada lectura nos abrirá un interrogante. El silencio, la vieja exigencia del buen lector: el silencio propicia la atención, como la lentitud. La infidelidad, no convertirse en siervo del texto. Contradecirle, buscar otras fuentes, complementarlo, abandonarlo si es preciso. El desasosiego, uno sale vitalmente más ignorante que cuando empezó su lectura, aumenta su inquietud del no–saber, La sabiduría del clásico desvela mi docta ignorancia. La quinta norma ética es la lectura anárquica, que no tiene fundamento, origen ni finalidad. Ni método de lectura, ni maestro o director de lectura. Como escribe Mélich, “siempre se es un eterno estudiante, siempre se vive un poco a la intemperie, nadie puede vivir detrás de una mesa, protegido del mal tiempo y las tempestades”.

Leer, amigos, es una aventura muchas veces iniciática. Debemos inclinarnos ante la belleza y el privilegio de la lectura. Pertrecharnos de humildad, de silencio y arrinconemos a Kronos, el tiempo. Leamos con lentitud, saboreando el lenguaje, la idea, la imagen y el concepto. Dejemos que la memoria actúe. No programemos esos momentos, pero sigamos la intuición de que lo hacemos en el reinado de Kairós, el momento adecuado.■


Fichas

LA SABIDURÍA DE LO INCIERTO.- Joan Carles Mèlich.-Tusquets Editores. 432 págs.

LA LECTURA COMO PLEGARIA.-J.C. Mèlich.-Fragmenta Ed.120 págs.

EL REGAL DE LA LECTURA.- Sebastià Serrano. Ara LLibres. 283 págs.

Alberto Díaz
Periodista, Psicólogo y Crítico literario
charlus03@yahoo.es

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