El 22 de mayo de 2018 moría en Manhattan, con 85 años, Philip Roth, uno de los escritores judeo-norteamericanos más populares, controvertidos, admirados y odiados, desde mediado el siglo XX hasta la primera decena del siglo XXI. En 2010 dejó de escribir ficción, después de 31 libros y casi 60 años de actividad literaria (en 1959 publica sus relatos con el título “Goodbye, Columbus”). Tras conocerse la noticia de su fallecimiento, La BBC lanzó al mundo la frase: “Ha muerto Philip Roth, posiblemente el mejor escritor que no ha ganado el Premio Nobel desde Tolstoi”. Por ello la escritora nonagenaria Cynthia Ozick dedicó a la Academia sueca del Nobel, después de 15 años de estar Roth seleccionado por su país, la siguiente filípica: “Cómo iban esos obtusos jurados nórdicos, pertenecientes a una sociedad congelada que se caracteriza por su tasa de alcoholemia y suicidios, reconfortarse con el calor emocional… del nieto de unos inmigrantes judíos que se convertiría en uno de los maestros de la literatura americana más famoso de su siglo”.
Su tumba, con una sencilla piedra como único recordatorio, está en el cementerio del Bard College. Durante su funeral se leyeron fragmentos de algunas de sus obras y uno fue de su novela “Pastoral americana”: “Si, estamos solos, profundamente solos, y siempre nos espera una capa de soledad todavía más profunda”. Lo cual no deja de ser paradójico en un hombre cuya vida y obra fue un constante rechazo a esa soledad.
En su lecho de muerte, afectado de grave insuficiencia cardíaca, les dijo a los médicos: “es que tengo que llegar al final de mi vida para descubrir que no hay nada en absoluto que esté bajo mi control” y les aseguró que estaba capacitado y lúcido para tomar la decisión de poner fin a su vida. Pidió que le administraran una sedación terminal y se despidió de algunos de los muchísimos amigos, amigas, parientes, ex amantes, escritores y editores que pasaron a darle el último adiós. El martes 22 de mayo de 2018, por la tarde, acabó su obstinada y fatigosa lucha por respirar con sus dañados pulmones y su corazón desfallecido.
Roth decidió ser enterrado en el mismo cementerio donde reposan los restos de otra famosa judía con ciertos paralelismos con su propia vida: Hannah Arendt. En realidad hay un solo punto de contacto, entre sus vidas y obras, pero muy llamativo: el rechazo a ambos por la comunidad judía. La Arendt fue condenada por su actitud y sus ideas tras el juicio a Eichman en Jerusalén: su teoría de la “banalidad del mal”, que el jerarca nazi sólo fue un burócrata que cumplía órdenes y que existían pruebas de un cierto colaboracionismo de las jerarquías religiosas judías y el régimen nazi. Roth fue tildado de antisemita durante toda su vida principalmente desde la aparición de su novela “El mal de Portnoy” (1969) y la mayoría de sus otras obras protagonizadas por intelectuales judíos que todo el mundo consideraba unos “alter ego” de Roth, además de algunos artículos en los que aceptaba las ideas de la Arendt.
Las dos primeras novelas publicadas por Roth “Deudas y dolores” y “Cuando ella era buena” obtuvieron críticas favorables y en ellas Roth se mantenía dentro de la corrección convencional. Pero en sus relatos de “Goodbye, Columbus” aparecían personajes judíos y comentarios sobre sus actitudes que fueron piedra de escándalo y vergüenza en la comunidad judía norteamericana. Entonces “estalló” el escándalo nunca superado que iría de mal en peor durante toda su vida: “El mal de Portnoy”. La novela fue un bofetón para el judaísmo; una parte mínima de su comunidad admiró la obscena libertad del escritor y la mayoría se enfureció ante el libertinaje sexual casi surrealista de Portnoy (que todos identificaban con Roth) y su denuncia a la hipocresía religiosa de muchos judíos, incluido él, que la admitía e incluso hacía literatura –bastante buena– sobre ello. La novela hizo famoso, rico, envidiado y odiado a un joven de 36 años con una energía burlesca y una potencia creativa desacralizadora, bufonesca y rabelesiana que le pasaría factura más adelante. Para él la mayoría de los judíos que le criticaban e insultaban eran unos filisteos que eran incapaces de reconocer que había muchísimos judíos parecidos –y peores– que los que él pintaba en sus novelas. Los cuales, en el fondo, eran unos desdichados, obsesionados con el sexo y la necesidad de ganarse la vida en un mundo de gentiles, no tan distintos a ellos, pero que los rechazaban.
Comparar a Roth con Goebbels, la Gestapo o Hitler reencarnado, envolvía todo el asunto en un aire de sainete burlón que enfurecía a muchos judíos y llenaba de perplejidad divertida a los lectores norteamericanos, que consideraban al escritor una especie de Henry Miller judío descontrolado. Que el erudito y místico hebreo Gershon Scholem calificara la novela como semejante o peor que “Los protocolos de los sabios de Sión”, la invención nazi que trató de justificar el exterminio de los judíos, ya fue juzgado excesivo incluso por muchos judíos.
Pero la crítica y el rechazo judíos se mantuvieron ante la aparición de obras como “La conjura contra América” y “Operación Shylock” donde el papel de la comunidad judía en la ficción resultaba bastante negativa. El victimismo de ésta en la realidad rechazaba las sinceras manifestaciones de Roth de que él estaba íntegramente en contra del antisemitismo, que se limitaba a hacer humor con los defectos y virtudes de sus propios hermanos de etnia. Aunque sus constantes declaraciones de que, por encima de todo, él no era un “escritor judío” sino un escritor norteamericano, no acababan de restañar las heridas.
El análisis de la obra y los datos biográficos de Roth que nos proporciona Blake Bailey en la biografía que comentamos, convierte esa suma de enfrentamientos, actitudes, comentarios, libros, artículos, declaraciones, y entrevistas en un todo coherente con la creatividad literaria, que lo es sin duda para un biógrafo ortodoxo y entregado a su biografiado, pero que en el lector –perplejo ante las concomitancias entre la vida y la persona de Roth con su obra y sus personajes– muestran una imagen interesante pero ligeramente menos ortodoxa, literariamente hablando, de la que se nos pretende ofrecer.
La obra de Roth mantiene un paralelismo claro con sus circunstancias vitales, desde sus numerosas relaciones sexuales ocasionales, al fracaso escandaloso de sus dos matrimonios, sus actividades eróticas, desenfadadas y socialmente afrentosas (como las del protagonista de “El teatro de Sabbath”) o “Némesis” (su última novela) donde queda claro que el escritor es una mezcla de Gargantúa y Pantagruel, con el estilo de Swift (el de Gulliver) y el surrealismo onírico de Kafka. Y dotado de una visión crítica explosiva de la sociedad en general, desde el proletariado a la burguesía, desde los barrios bajos a la alta sociedad. Es un análisis feroz –realizado de una forma genial– del ser humano en general, su falta de ética y sus pretextos inmorales, sus deseos y su insatisfacción, mezquindad y envidia.
Leer a Roth es visitar la naturaleza depredadora y agresiva del ser humano común. Su propia vida es un espejo invertido de esa naturaleza reflejado a través de la lente de un gran escritor (que es lo que debían haber tenido en cuenta los jueces del Nobel) y que refleja la biografía de Blake Bailey, gracias a su gran calidad documental y la indudable simpatía de su autor por Roth. Muchos de los avatares, iniquidades y desgracias de los personajes de Roth fueron vividos en primera persona por el escritor (caso de su matrimonio con Maggie Martinson, con las falsedades del embarazo y el aborto) o el siguiente con la actriz Claire Bloom (reflejada en su novela “Me casé con un comunista”) replicada por la actriz con la demoledora “Adiós a una casa de muñecas” que convertía a Roth en un misógino incurable (acusación que en estos tiempos de puritanismo e intolerancia en Estados Unidos puede causar la retirada de sus obras). Como él mismo dijo, recuerda su amiga Cynthia Ozick, “He elegido hacer arte con mis vicios más que con lo que considero mis virtudes”. Roth hizo literatura de su propia existencia. “En cualquier caso, –escribió– todo lo que escribes es un solo libro”. Y fue, sin duda, fiel a sí mismo, hasta el final. Formando parte junto a Saul Bellow, Tom Wolfe, Malamud , William Styron y Truman Capote, entre otros, un ramillete de autores extraordinarios con los que mantuvo una relación a veces espinosa: “entre los escritores de este mundo, con el orgullo y la susceptibilidad siempre a punto de unirse en una mezcla explosiva uno aprende a conformarse con algo un poco más amistoso que el puro enfrentamiento o te quedas sin un verdadero amigo entre ellos”, escribió.
Aparte de ser un gran escritor, Roth derrochaba generosidad, filantropía y encanto personal, una profunda bondad, una sinceridad y honestidad pasmosas y nada autoindulgente y un talante para mantener las amistades (sobre todo femeninas: su entierro estuvo repleto de ex amantes y muchas jóvenes que le rechazaron pero le apreciaban). Aparte de todo esto fue un hombre que se enfrentó a enfermedades, operaciones, depresiones y problemas psiquiátricos, pero se las apañó para escribir 31 grandes obras y ser premiado urbi et orbe (incluso en España). Al final de su vida, la comunidad judía le concedió un premio “absolutorio”. Un escritor con este talante, vida y obra, resulta demasiado escandaloso para el conservador y ortodoxo Jurado del Nobel. Qué le vamos a hacer.
FICHAS
PHILIP ROTH. Una biografía.- Blake Bailey.-Trad. Juan Rabasseda y Teófilo de Lozoya.- Ed. Debate. 1.002 págs.
¿POR QUÉ ESCRIBIR?.- Philip Roth. Ensayos, entrevistas y discursos. Trad. R.Buenaventura. Jordi Fibla y Miguel Temprano. Ed. Debolsillo. 561 págs.■
Alberto Díaz
Periodista, Psicólogo y Crítico literariocharlus03@yahoo.es
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