Más allá de los faraones y las momias: el origen del Egipto actual
El poderoso antiguo reino de los faraones se sumió en la decadencia e irrelevancia política durante siglos hasta el golpe de estado propiciado por Nasser en 1952, en donde un régimen de corte presidencialista, autoritario y panarabista recuperó la independencia real del país además de otorgarle un cierto prestigio para Egipto como uno de principales actores de la países no alineados. Tras la intentona democrática fracasada de 2011, Egipto se debate entre la nostalgia por el prestigio perdido con Nasser y la dura realidad geopolítica que le exige posicionarse.
Egipto es un palimpsesto de religiones y culturas. Jeroglífico político, el país de los faraones es hoy uno de los principales Estados de África junto con Nigeria y Sudáfrica. Con cien millones de habitantes y más de un millón de kilómetros cuadrados, es, ante todo, el nexo geográfico entre Asia y África, la desembocadura del Nilo y el gobierno que controla el canal de Suez. Lo que sucede en Egipto, por tanto, resuena en todo el mundo árabe. Y lo que ocurrió el 23 de julio de 1952, cuando un grupo de oficiales del Ejército aprovechó el descontento social para dar un golpe de Estado, cambió para siempre la historia del país y su relación con el entorno.
De hecho, la llamada primavera árabe, que arrancó en Túnez defenestrando a Ben Alí, alcanzó el eco global cuando la plaza Tahrir de El Cairo exigió la renuncia del último faraón egipcio. Aliado y cliente privilegiado de la industria de armamento occidental, Hosni Mubarak (en la presidencia, 1981-2011) vio con angustia cómo se le iba poniendo cara de momia y carisma de leproso a medida que dejaban de cogerle el teléfono y los generalotes del Ejército, la única institución con poder, le iban abandonando para salvar los muebles y el negocio. Estrujando la importancia estratégica del país, Mubarak hizo de la capa mortuoria de Anwar al Sadat (en la presidencia, 1970-1981) un sayo para Estados Unidos y sus aliados. Por eso fue recibido con todos los honores en el Nuevo y el Viejo Continente, y por eso se le amó diplomáticamente a pesar de no cumplir, ni siquiera por equivocación, ni uno de los treinta artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Se le condecoró y agasajó como ahora se hace lo propio con Abdulfatah al Sisi, otro prócer militar cargado de medallas que llegó a la cima tras un cuartelazo en junio de 2014.
Ejemplo de cleptocracia prooccidental aborrecida por el islamismo, el régimen fundado por el golpe de 1952 ha sido un tapón contra la democracia, frecuentemente teñida de un temible rigorismo musulmán, y una pista de aterrizaje para los aviones estadounidenses y europeos. El desarrollo del golpe de julio de 1952 instauró un régimen militar de corte nacionalista y antiimperialista que sirvió de modelo a fuerzas anticoloniales de medio mundo, especialmente a las árabes. Como todo lo que sucedió durante la Guerra Fría, el nuevo gobierno acabó, a pesar de encabezar el movimiento de los no alineados, sentándose a la mesa con la Unión Soviética en detrimento del mundo libre, o mejor dicho, del mundo de la libre empresa. El nacionalismo panarabista del nuevo régimen, un intento de construirse como un actor geopolítico propio, no podía sino enfrentarle con el Reino Unido, Israel y Francia, primero, y con Estados Unidos, después. Por eso, a pesar del anticomunismo furibundo de Gamal Abdel Nasser, principal ideólogo y jefe político del golpe, la Unión Soviética, como en tantas otras ocasiones, le dio apoyo logístico y económico, cultivando así la ruina presupuestaria que la terminaría poniendo en el limbo del estancamiento y la escasez. Y es que en el Gran Juego de la geopolítica no ha habido, ni hay, espacios vacíos. La casilla que no ocupaba una superpotencia, la tomaba la otra, tal y como quedó de manifiesto con la crisis del canal de Suez de 1956, que desbancó a los decadentes imperios europeos y mostró que solo había dos verdaderos contendientes al título de campeón de la modernidad y de las ideas.
Esta partida de ajedrez nuclear entre dos sistemas encarnados por dos Estados escribió los guiones que el resto de países habían de interpretar. Egipto, que nunca fue formalmente una colonia del Reino Unido, pero sí lo fue a efectos prácticos, no pudo conocer otro destino. Egipto no fue el primero ni el último país que tuvo un gambito de rebeldía popular y después un régimen presidencialista y militar, formado según códigos y disciplinas occidentales, contra la mano visible del mercado mundial. Este tipo de revueltas contra la corrupción de una élite extranjerizante y latifundista, así como contra la humillación nacional y el neocolonialismo, proliferaron en los márgenes de todo el sistema capitalista.
Ciertamente, rebeliones similares tuvieron lugar en Guatemala, durante el gobierno de Jacobo Arbenz (1951-1954), derrocado al alimón por la CIA y la United Fruit Company, conocida ahora como Chiquita!, principal propietaria de tierras del país y heraldo de la muerte en esta tierra y en otras que han perdido hasta el nombre; en la Argentina de Juan Domingo Perón (1946-1955), derribado por la llamada Revolución Libertadora, impulsada por la coalición latifundista y ganadera que se había hecho con el país ochenta años atrás y que llegó a bombardear la Plaza de Mayo; o, en un caso igualmente dramático, en el Irán del gobierno de Mohamed Mossadegh (1951-1953), quien se atrevió a nacionalizar el petróleo iraní y a dejar a la futura British Petroleum (BP) con un pliego interminable de agravios y un teléfono deseante de golpes de Estado. De hecho, la CIA y el MI6 británico, es decir, James Bond, lograron revertir la voz de las urnas y restaurar el soniquete de la privatización del crudo y las alabanzas al poder del Sha. Y es que, bueno es recordarlo, cuando James Bond no anda salvando el mundo, su trabajo consiste en fomentar invasiones en países del Tercer Mundo y en organizar derrocamientos al servicio de Su Graciosa Majestad, como sucedió, por nombrar dos hechos coetáneos, en la Grecia de la guerra civil (1946-1949) y en el Egipto de Nasser (1956).
El Reino Unido, la última potencia ocupante
En Egipto, la lista de imperios ocupantes es interminable. Desde los griegos de Alejandro Magno hasta la Inglaterra de la reina Victoria, la nomenclatura es larga e imponente. Pero si debemos encontrar un inicio para el Egipto contemporáneo, éste es sin duda la campaña militar napoleónica de 1798. Ocupado por el otomano Selim I en 1517, y relegado a la nada dentro de su mosaico imperial como una provincia límite, fue relativamente fácil para Napoleón hacerse con su administración y fascinarse con sus piedras y sus fantasías. El impacto de este encuentro entre la modernidad francesa y el Egipto antiguo, que dormía en el cementerio de la historia otomana, fue descomunal en términos simbólicos para ambos países, tanto que fue a partir de esta expedición cuando dio comienzo la egiptología occidental y el desciframiento de los jeroglíficos.
Napoleón había llegado a Egipto para cortar las vías de comunicación entre el Reino Unido y la India, pero se quedó más de lo pensado al enamorarse de los obeliscos y del tiempo de las pirámides. El gobierno de la Sublime Puerta envió soldados para fortalecer la resistencia de los mamelucos egipcios, sostenidos a su vez por los barcos ingleses. Entre los que allí llegaron se encontraba un antiguo contrabandista de tabaco, un aventurero de bigotazos albaneses y espada sibilante que sirvió como valí -gobernador- de Egipto para el Imperio otomano durante medio siglo. Se llamaba Mehmet Alí, y su familia gobernaría el país hasta la proclamación de la república en junio de 1953.
Ensanchando cuanto pudo la autonomía respecto a la Sublime Puerta de Estambul, y queriendo asemejar su gobierno a los de Europa, Alí dejó sentadas las líneas de actuación de su recién fundada dinastía. Ismail Pachá, un hombre megalómano e impulsivo, llevó estas dos ideas al extremo. Gobernador entre 1863 y 1879, Pachá quiso hacer de Egipto un país occidental, y Europa quiso convertir Egipto en una tierra romántica y oriental, exótica e irreal. En ese encuentro se dieron cita la construcción del canal de Suez, inaugurado en 1869, y la ópera Aída, que celebraba el encuentro, aunque en verdad se tratase del abrazo imperialista del oso. Como Pachá soñaba con estatuas y páginas doradas en la posteridad de este y del otro mundo, no quiso que Egipto dejase de participar en la gallina de los huevos de oro que el canal anunciaba ser. Su sueño endeudó el Egipto de los vivos y también el de los muertos. Francia y Reino Unido reclamaron lo suyo, pero Pachá solo tenía en los cofres arena de desierto. Deshonrado, se exilió en Estambul y terminó sus días en la neblina del desconcierto y el agravio.
Su hijo, Tewfik Pachá, ascendió al cargo y Europa lo recibió como solía. Le echó una mano al cuello y le amenazó, como había hecho con el presidente mexicano Benito Juárez en su momento, con saquear Egipto de punta a punta. Sus embajadores ordenaron que la mitad de los impuestos fuesen a saldar la deuda que el país tenía con los bancos europeos, pero la revuelta contra la mano visible del mercado puso los pelos de punta al nuevo gobernador. Señora de los mares y taller del mundo, Gran Bretaña bombardeó Alejandría, ocupó el país y llegó, tras penosas guerras, a controlar el Sudán petrolero. Corría el año 1882, y el imperio británico había llegado para quedarse.
No se quedó, sin embargo, de modo formal, sino de facto. Egipto nunca dejó de ser parte del Imperio otomano. Era lo que los británicos llamaban un protectorado, es decir, un patio trasero. Poco podía hacer la Sublime Puerta, a la que le fallaban los goznes y no cerraba como debía. Su descomposición, acelerada tras su derrota en la Gran Guerra (1914-1918), lanzó Oriente Próximo en manos de Francia y de Gran Bretaña, y de ahí a los estados y, sobre todo, las fronteras que aún lo incendian.
En 1919, las revueltas contra el dominio británico recorrieron Egipto de arriba abajo. Tratando de contener el impulso nacionalista desatado por la guerra, el país había pasado a ser considerado un sultanato por Estambul, pero eso ya no servía una vez descompuesto el imperio. Manejando la situación con habilidad, y haciendo caso omiso de las promesas dadas, Reino Unido y Francia dividieron el mundo árabe en diversos Estados con la intención de laminar el surgimiento de una potencia regional. Queriendo cortarle las alas al nacionalismo egipcio, Londres se apresuró a reconocer a Fuad I como rey de un Estado formalmente independiente y a dejar claro que iba a permanecer como factótum del país y principal usuario y beneficiario del canal de Suez. Era 1922, y Tutankamón despertaba de su sueño de siglos y de arena para verle la cara no a un egipcio, sino a un británico. Nada, en principio, había cambiado.
Sin embargo, la propia dinámica del reino iba a poner contra las cuerdas la monarquía. El largo siglo XIX había terminado, y el siglo XX empezó derribando coronas y desmenuzando imperios. Este Egipto, que aún se arrastraba entre las lógicas del siglo pasado y el nacionalismo antiimperialista del nuevo, no tardaría en comerse los años a bocados. El recién fundado Wafd, un partido de orientación liberal y nacionalista que congregaba la práctica totalidad de los votos, chocó, año tras año, con el rey y con la embajada británica. A pesar de ganar las elecciones, no tuvo nunca el poder efectivo, y solo pudo actuar en los delgados márgenes que se le dejaba. La política, dicho de otra manera, iba a demostrar que el reino y sus instituciones eran una farsa, un teatro de sombras donde Londres escribía el guion que el rey interpretaba. El siglo XX había entrado en Egipto por la puerta trasera, pero ahora lo iba a lanzar de lleno al turbión de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría.
La chispa
A Fuad I le sucedió Faruq I (1936-1952), un personaje atrabiliario y vagamente modernizador, cleptómano y pantagruélico, un epígono decadente de su admirado abuelo, Ismail Pachá. Todo un ejemplo, en definitiva, de lo que se entendió como un gobernante títere, corrupto y banal, incapaz de hacer frente a las contradicciones sociales del país, a la frustración de los grupos intermedios, educados y profesionales, y a la permanente presencia británica en suelo egipcio. Fue a este último problema al que dedicó más atención, especialmente después de la invasión de Etiopía por parte de Italia (1935). Sin empacho alguno, y temiendo que a Mussolini le diese por imitar a Octavio Augusto, el recién coronado rey firmó un tratado con Reino Unido que dejaba al Wafd a los pies de los caballos y congelaba la situación de las tropas británicas en Egipto y en el Sudán petrolero. Nada había cambiado, parecía decir el texto. Gran Bretaña, como dice la canción, seguía mandando. El escándalo fue mayúsculo.
Pasada la guerra, la situación del país experimentó una corrosión acelerada. En 1947, la India y Pakistán salieron como repúblicas independientes de la antigua joya colonial del imperio. A la altura de 1948, por tanto, el Nilo venía turbulento. Ni la monarquía tenía más asideros que el domesticado Wafd, la embajada británica y el latifundismo egipcio, ni el teatro podía seguir levantando el telón como si no oliese el escenario a muerto. La descolonización había empezado. La Declaración de Derechos Humanos se había proclamado. Egipto, que no era formalmente una colonia, no podía quedar al margen de todo. Y, en este preciso momento, los países musulmanes de la zona se unieron por una amenaza exterior. Efectivamente, la fundación del Estado de Israel (1948) en tierra palestina se interpretó como una ofensa imperialista más dentro de una larga lista, otra conferencia europea en la que se decidía el destino de millones de personas. Otra reunión de prebostes extranjeros que, como había sucedido con el reparto de África en Berlín y con los territorios del Imperio otomano, trazaba fronteras en un mapa en blanco y les ponía nombre y alambrada.
El mundo árabe entendió que la horripilante factura del Holocausto la iba a pagar un pueblo, el palestino, que nada había tenido que ver con ella. Desde el mismo momento de su fundación, Israel fue visto como una estaca imperialista clavada en el corazón partido del mundo árabe. Nada más proclamada su independencia, los países árabes le declararon la guerra y sufrieron una humillación estrepitosa. Egipto, el más importante de todos, quedó tocado y su monarquía a punto de ser hundida. En el país no se culpó al Ejército, al que se vio como una reserva espiritual de la nación egipcia, sino al rey, al parlamento y a la embajada británica. La monarquía salió desnuda de esta derrota y perdió el apoyo del Ejército. La fundación de los Oficiales Libres, un grupo de mandos intermedios que daría el golpe de Estado de 1952 y del que saldrían los presidentes Mohammed Naguib, Gamal Abdel Nasser y Al Sadat, era la prueba. La espada buscaba su propia salvación, y, en ella, la monarquía ya no tenía turno ni palabra.
23 de julio de 1952: ¿golpe de Estado o revolución?
Desesperado, el régimen trató de salvarse pegándose un tiro en el cielo de la boca. Intentando apretar la válvula de escape nacionalista contra el enemigo exterior, la monarquía se enfrentó al Reino Unido y provocó el incidente de Ismailía, la ciudad donde en 1928 se habían fundado los islamistas Hermanos Musulmanes. Allí tuvo lugar un enfrentamiento armado entre egipcios y británicos que terminó con docenas de muertos y el incendio de El Cairo. El Ejército, humillado por el rey, que se arrepintió de haber galleado ante Londres, y temió una revolución incontrolable. Aprovechando la deslegitimación del parlamento y del monarca, dio un golpe de Estado el 23 de julio de 1952. Con el cuartelazo se puso fin al reinado de Faruq I, que abdicó en su hijo de seis meses Fuad II y marchó a reventar -literalmente- comiendo y bebiendo en el exilio.
En un primer momento, los Oficiales Libres se presentaron como un gobierno de liberación nacional destinado a acabar con la soberanía limitada, la corrupción y la vergüenza nacional. El lema de su programa, improvisado más allá de estas ideas, era “disciplina, unidad y trabajo”, lo que indicaba por qué caminos gaullistas -el general Charles de Gaulle era un modelo- iban a ir los tiros. Con el precedente en el antiguo mundo otomano sentado por Kemal Atatürk, padre de la actual Turquía, Naguib y Nasser comenzaron un tira y afloja a la hora de interpretar el papel del golpe o de la revolución en la historia egipcia. Al parecer, Naguib tenía en mente una función higiénica o terapéutica de la maniobra, como un Cincinato árabe que viniese a restaurar la efectividad de la democracia parlamentaria para después volver a los cuarteles a vigilar la escena. Nasser, en cambio, tenía pensado algo muy distinto.
Más joven que Naguib, Nasser era un hombre de estatura enorme y una amplia sonrisa, como un gerente de resort de lujo o un vendedor de almas. Enérgico y atrabiliario, machacón y carismático, Nasser no quería volver al sistema constitucional anterior, que había fallado a la hora de defender los intereses de Egipto. Si en un primer momento Naguib, que fue nombrado primer presidente de la república el 18 de junio de 1953, pareció ostentar el mayor prestigio, pronto fue la idea de Nasser de convertir al Ejército en columna vertebral del nuevo Estado la que fructificó en el lecho del Nilo. Y lo hizo no porque fuese más acertada o brillante, sino porque la espada era el único poder real en Egipto. El régimen, por tanto, debería ser militar, antiimperialista y panarabista.
Con la intención de construir un sistema ordenado, dotado de protección social y con voz en el mundo, el golpe devino régimen bonapartista y atacó las consideradas lacras del pasado. El latifundismo, despreciado como una quinta columna de los intereses europeos, fue minado con una reforma agraria que promocionó al propietario medio. Los sindicatos, encorsetados; el sistema parlamentario, liquidado. Los comunistas, perseguidos. El Wafd y los Hermanos Musulmanes, puestos fuera de la ley. La prensa, controlada; las mezquitas, puestas en fila con sumo cuidado. Y, finalmente, le llegó el turno al Ejército. Desatada la pugna por la visión del futuro, los ascensos, las sinecuras y las prebendas, las fuerzas armadas fueron purgadas. Los Oficiales Libres, que se habían unido solo por el odio a la monarquía y a Londres, se dividieron y cayeron en una espiral de luchas internas que terminó con la salida de Naguib del gobierno en el otoño de 1954 y la consolidación de Nasser como hombre providencial y napoleónico de Egipto.
La crisis de Suez
La competición entre los dos proyectos dejó varios cadáveres en la cuneta y muchas heridas abiertas. En un régimen que había salido de una derrota contra Israel, e iba a pivotar sobre la jefatura del Estado y el enfrentamiento contra el mangoneo británico, la solución no iba a revestir misterio. Consciente del valor de la exaltación nacionalista, Nasser apretó las tuercas diplomáticas en París y en Londres, principales beneficiarios y accionistas del canal. Nasser buscaba el respaldo financiero del Banco Mundial para sufragar la construcción de la presa de Asuán, pero ni el Elíseo ni el 10 de Downing Street querían facilitarle a un gobierno antiimperialista una victoria de este calibre.
En respuesta, Nasser nacionalizó la compañía del canal de Suez y bloqueó los estrechos de Tirán. Israel, por tanto, quedaba sin acceso al Mar Rojo y sin salida al océano Índico. Impactados por la medida, Francia y Reino Unido acordaron llegar hasta el final como si en lugar de 1956 estuviesen en 1896. Acordaron con Israel tenderle una oferta a Nasser que no valía más que una bofetada y, una vez éste rechazara el acuerdo, atacarían por tierra, mar y aire para derrocarlo. Ni Francia, traumatizada por la humillante pérdida de Indochina, ni Reino Unido, que seguía pensándose como imperio, midieron sus fuerzas. Israel atacó con la eficacia de un Estado militar a finales de octubre. Las fuerzas británicas y francesas bombardearon desde Malta y Chipre, desplegaron paracaidistas e incendiaron Port Said. Entonces, Nasser hundió decenas de barcos en el canal de Suez y lo dejó inutilizado para varios meses. La Guerra del Sinaí, de apenas nueve días, había comenzado.
Estados Unidos no daba crédito. Francia y Reino Unido habían actuado sin consultarle, como si todavía pudiesen desfilar gobernando los mares. La Guerra Fría, sin embargo, iba a ponerlos en su sitio. Después de denunciar la invasión de Hungría por el Pacto de Varsovia, Washington se negó a hacer un papelón en Naciones Unidas interviniendo en Egipto. Sin suavidad alguna, conminó en privado a Londres y a París a dejarse de aventuras imperiales, que ya solo eran privilegio de la Casa Blanca. Por si fuera poco, Nikita Jrushchov, en uno de sus atrabiliarios arranques de ira y denuestos, amenazó con arrasar las dos capitales europeas con decenas de megatones. Los mayores habían hablado. Europa, humillada, se retiraba a lamerse sus nostalgias.
La petrificación del régimen
La victoria de Nasser no fue militar, sino política. El canal quedó nacionalizado y el Reino Unido abandonó para siempre Egipto, aunque no devolvió nada de lo expoliado. El triunfo le permitió a Nasser hacer un régimen a su imagen y semejanza y lo catapultó al estrellato de los países árabes y no alineados. Hasta tal punto llegó su prestigio que pudo sobrevivir a la espantosa derrota militar de la Guerra de los Seis Días (1967) librada contra Israel. Otros dirigentes surgieron en el mundo, como Muamar Gadafi, que pretendió hacer lo mismo en Libia y aquello terminó de muy otra manera. De un modo u otro, su modelo de régimen presidencialista y autoritario, musulmán pero tapón del islamismo, fue imitado en gran parte del mundo árabe. En Siria, de hecho, se llevó a cabo incluso un intento de unificación con Egipto bajo el nombre de República Árabe Unida, que, sin embargo, no acabó prosperando. Hasta su muerte en 1970 Nasser fue un poder efectivo, y después, un símbolo.
Fallecido de un ataque cardíaco, el régimen continuó orbitando y esclerotizándose en torno a los intereses creados del Ejército. El siguiente presidente, otro miembro de los Oficiales Libres, Al Sadat, continuó por los surcos marcados por Nasser hasta que sus propios hombres lo asesinaron en un desfile en 1981. No lo mataron por desmontar en el interior la obra del padre de la patria, sino por virar diplomática y militarmente hacia Estados Unidos y, tras otra estrepitosa derrota contra Israel en la Guerra del Yom Kipur (1973), iniciar el prohibido entendimiento con Tel Aviv. Tras el magnicidio subió a la presidencia otro militar, Mubarak, que permanecería embalsamado treinta años. La era de los epígonos y de lo grotesco había llegado. El antiimperialismo devino, pura y llanamente, latrocinio.
Después de caer Mubarak en febrero de 2011, Egipto vivió un periodo de efervescencia que llevó al poder a los Hermanos Musulmanes. En las elecciones de junio de 2012, Mohammed Morsi resultó vencedor en medio de una inmensa abstención. Tanto la OTAN como Rusia se quedaron de piedra, tanto, que el primer y último presidente democráticamente elegido de la historia de Egipto tenía tan poco poder real como poco futuro por delante. En un giro que no sorprendió a casi nadie, el Ejército salió de sus cuarteles dos años después para restaurar el sistema construido por Nasser y petrificado bajo Mubarak. Morsi fue encarcelado y Al Sisi se vistió de faraón condecorado. Arriba, las lógicas imperiales continúan una partida en la que Egipto es una pieza indispensable. Abajo, las ciudades hormiguean frenéticas bajo el sol que ardió el 23 de julio de 1952.■
Cook, Steven A., The Struggle for Egypt: From Nasser to Tahrir Square, Oxford, Oxford UP, 2011.
Azaola, Bárbara, Historia del Egipto contemporáneo, Madrid, Catarata, 2008.
Miguel Ángel Sanz Loroño
Doctor en Historia
marxenelaula@gmail.com
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