10 diciembre 2021

#MiguelÁngelSanzLoroño - El colapso de la Unión Soviética: La implosión del sueño de los parias de la tierra


El colapso de la Unión Soviética

La implosión del sueño de los parias de la tierra


Se cumplen 30 años de la desaparición de la URSS, el mayor estado que alumbró el siglo XX y que, cual gigante con pies de barro, sucumbió ante los embates internos nacionalistas y al corrosivo desgaste que la Guerra Fría infligió a su economía.
El 25 de diciembre de 1991, Mijaíl Gorbachov, primer y último presidente de la Unión Soviética, dimitió de sus cargos y responsabilidades unos minutos después de las siete de la tarde. Con su firma, hecha con una pluma prestada y filmada por una cadena estadounidense, se ponía fin a la URSS y al siglo XX. En marzo de 1985, cuando Gorbachov fue elegido secretario general del PCUS, nadie hubiese apostado por tan sorprendente final. Tras una serie de gerifaltes del PCUS con la tensión por las nubes y las arterias rígidas como tuberías de plomo, la elección de un relativamente joven Gorbachov -54 años- hacía presagiar un mandato mucho más largo que los de Chernenko y Andrópov. Por fin, se pensó y temió, la gerontocracia soviética, símbolo del estancamiento de la era Brézhnev, se abría a gente más joven y dinámica. Cierta esperanza, muy tibia todavía, recorrió las desangeladas salas de los partidos comunistas de Europa.

Y es que, en un régimen donde el poder político centralizado lo era todo, una sola persona podía cambiar el curso de la historia con una jugada a todo o nada. Gorbachov, que deseó hacer viable una Unión en la que creyó por encima de todo, fue esa persona. Sin embargo, incluso en lo que Vladimir Putin ha llamado la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX, se confirma lo que el viejo Marx había escrito en sus libros: el ser humano propone y la Historia, indiferente y brutal, dispone.

Sea como fuere, para comprender la desintegración de la URSS es preciso entender tres coordenadas que triangulan el mapa del desastre. En primer lugar, la penosa situación económica que se encontró Gorbachov a la hora de asumir la secretaría general del PCUS. En segundo lugar, la dinámica de las repúblicas soviéticas en su relación con Moscú y los nacionalismos incipientes de las mismas -algunos de ellos deben ser vistos como meras mascaradas con las que los apparatchiks iban a salvar el cargo y la fortuna. Y en tercer lugar, la volátil relación entre Gorbachov, Boris Yeltsin y el ucraniano Leonid Kravchuk. Porque lo que terminó por liquidar la URSS no fue la administración Bush, que trató de mantener a Gorbachov con vida política el mayor tiempo posible, sino la espiral centrífuga de las repúblicas, especialmente de la rusa y la ucraniana.

Una estación espacial a la deriva
Muerto Chernenko al poco de asumir el cargo, Gorbachov se hizo con la secretaría general para sorpresa de muchos. El nuevo gerifalte venía de Stávropol, una ciudad del sur, y había hecho toda su carrera en el PCUS. Educado e inquieto, enérgico y avispado, Gorbachov llegó a lo más alto haciendo el cursus honorum de un apparatchik clásico del Estado soviético. Retoño perfecto del sistema, nada en su trayectoria ni en su carácter indicaban que iría más allá de lanzar reformas de corte disciplinario como las que implementó hasta la catástrofe nuclear de Chernóbil (abril de 1986). Sus medidas, casi todas ya esbozadas por Andrópov, su protector, tendieron a buscar la eficiencia del sistema y la relajación de un aparato represivo que, a pesar de lo que se dice, nada tenía que ver con los oscuros días del estalinismo.

Pero estas medidas, como una impopular ley seca, no tuvieron el efecto deseado. Algo más profundo chirriaba en las entrañas del sistema. Efectivamente, la Unión Soviética vivía de la inercia de un pasado que hacía tiempo había sacrificado el futuro. Era como una máquina industrial rígida y gigante, oxidada e incapaz de acelerar cuando se apretaba el pedal o de cambiar sin desmontarse. Asfixiada por la carrera de armamentos, la hemorragia de la guerra en Afganistán y la llamada solidaridad socialista con los países comunistas de Europa y del mundo, la Guerra Fría, en pocas palabras, la estaba estrujando hasta dejarla sin mantequilla, pero saciada de ojivas nucleares1. Era necesario, pensaron Gorbachov y su ministro de asuntos exteriores, Eduard Shevardnadze, poner fin a la Guerra Fría para salvar la Unión. Y a ello se dedicaron en cuerpo y alma.

En verdad, pocas cosas funcionaban como los números fingían decir. La agricultura había resultado un fracaso, tal y como indican las constantes importaciones de grano que se venían haciendo desde los años sesenta. Acosada por Estados Unidos y el mundo de la libre empresa -el mundo libre, para la propaganda- desde su nacimiento, la URSS no sabía hacia donde ir después de haber mandado el primer hombre al espacio. Su estructura económica, donde la industria ocupaba el doble del porcentaje del PIB que a esas alturas tenía en Estados Unidos, mucho más volcado en los microchips y los servicios, era una reliquia de otro tiempo, cuando, según el relato oficial, debía de haber sido el futuro. Y es que, a diferencia de su competidor capitalista, la URSS no podía deslocalizar la industria para reducir gastos y obtener más beneficios. La estructura del comunismo internacional lo impedía. Adónde ir era la pregunta que Gorbachov se hacía una y otra vez rebuscando, por un lado, en los abortados proyectos de reforma de Aleksei Kosygin, y, por otro, en las obras de Lenin, quien siempre se sintió caminando sobre el abismo de lo desconocido. La URSS, por tanto, olía a óxido y a pasado, a estancamiento de quien finge trabajar y también finge, como decía el chiste de la época, cobrar por ello.

Fuego en la cabina
La Historia, sin embargo, no le dio más tiempo para pensarlo. Tras la conmoción provocada por Chernóbil, que le hizo comprender que la transparencia (glasnost) era una virtud necesaria, Gorbachov fue proponiendo y recogiendo cable sin descanso, apagando fuegos y prometiendo futuros mejores que, salvo en materia de derechos civiles, un logro incontestable, nadie, a excepción de los susurradores de orejas y pisadores de alfombras, iba a ver nunca. En diciembre de 1986, su campaña contra la corrupción en el Estado se le volvió en contra en forma de manotazo. Para asegurar su poder y el éxito de sus medidas, Gorbachov desmanteló el clientelismo que había parasitado el partido y las principales oficinas de las repúblicas soviéticas. Rompiendo una tradición -o pacto- que venía desde Stalin, la de que el poder en las repúblicas permanecería en manos de la etnia mayoritaria, Gorbachov sustituyó a los apparatchiks locales por miembros del partido de etnia rusa, que, en principio, le iban a deber cargo, dacha y piscina.

La primera de las protestas ardió en Kazajistán, donde los rusos y ucranianos constituían la mitad de la población, pero donde los kazajos controlaban el pastel tanto en el partido como en el Soviet de la república. Lejos de verse este centralismo como un remedio contra la corrupción, todos los apparatchiks locales temieron por sus niveles de vida y sus carreras, ya que una caída en desgracia en el sistema implicaba volver -o ir por vez primera- a una oscura oficina sin aguas termales, coche ni dacha. Con sus medidas no consiguió ninguna de las metas buscadas. Los gerifaltes de las repúblicas comenzaron a recelar de Gorbachov y de lo que Moscú hacía, viendo en los rusos recién llegados a una suerte de banda con derecho a la conquista y a pernada. Los rusos, por otra parte, se subieron a sus cargos y prebendas sin empacho ni ganas de deber nada ni a Gorbachov ni a la historia del sistema. Entre ellos destaca lo que se llamó la “mafia de Sverdlovsk”, agrupada en torno a Yeltsin, bien asentada en Moscú y Leningrado para lo que hiciera falta. Lejos de guardarle fidelidad a quien los había aupado al poder, toda esta nueva generación, que era también la de Gorbachov, puso un ojo a Occidente y el otro a sus propias carreras. El tiempo del gulag hacía décadas que había pasado, y lo sabían.

La cadena, sin embargo, se rompió por el eslabón más débil. Las repúblicas del Cáucaso y las del Báltico, siempre cogidas con alfileres -especialmente las segundas-, dieron el pistoletazo de salida para convertir la perestroika de Gorbachov en un proceso acelerado y sorprendente de desintegración. En el otoño de 1988, Estonia se declaró soberana, aunque no independiente. En la jerga soviética el matiz era importante. Esto significaba que las leyes estonias estaban por encima de las soviéticas, pero nada más; ni menos, podría añadirse. En abril de 1989, en Tiflis, hubo conflictos con muertos como los había habido en Nagorno-Karabaj, uno de los puntos calientes creado cuando se establecieron las fronteras internas allá por los años de 1920. En Vilna, de nuevo en el Báltico, en enero de 1990 las fuerzas de seguridad provocaron varios muertos durante unas protestas de corte nacionalista. A partir de ese momento, la implosión del sistema sería tan rápida y sorprendente como la de una centella.

Ciertamente, 1990 fue el año en que Gorbachov culminó la transferencia de su poder del partido al Estado, de la secretaría general, que era, a pesar de todo, la base de su fuerza, a la presidencia de la URSS, un cargo de nuevo cuño elegido por el recién constituido Congreso de Diputados del Pueblo. Este trasvase señaló el principio del fin, ya que se reveló lo que nadie quería reconocer, que el partido solo era un suministrador de cuadros y nombres para los puestos del Estado, y su secretario general era quién daba y quién quitaba el todo y la nada. Desmontado esto, el cursus honorum soviético perdió su sentido, y los gerifaltes del Estado empezaron a buscarse la vida por otras vías. Desde la presidencia del Soviet Supremo de la Federación Rusa, Yeltsin, a quien Gorbachov había dejado sin cargos un par de años antes, impulsó la declaración de soberanía de esta república. Al igual que todas las demás repúblicas, Rusia se lanzó a la soberanía y Yeltsin salió del PCUS. Lo que en otro tiempo hubiese sido un suicidio, ahora iba a empujarle hacia la presidencia de la RSFS de Rusia. Con la economía en caída libre hacia una tierra de nadie, la perestroika se convirtió en un sálvese quien pueda.

Y es que toda la arquitectura constitucional soviética se basaba en el principio de igualdad entre las repúblicas. Las bálticas, convertidas en repúblicas por derecho de conquista en la II Guerra Mundial, nunca, a pesar de la inmigración rusa, se sintieron parte de la Unión Soviética. Para encajarlas se ofreció café para todos, por lo que, una vez reconocida su soberanía, todas las demás irían tras ella. Y así fue como a la altura del verano de 1990 casi todas las repúblicas habían declarado la primacía de las leyes de sus Soviets Supremos sobre las leyes de la Unión, confiando, debido a la necesidad de Gorbachov de poner fin a la Guerra Fría y a obtener créditos occidentales, de que nunca se revivirían situaciones como las de Hungría en 1956 y la de Checoslovaquia en 1968.

De hecho, lo que más preocupaba a Gorbachov y su círculo no eran las repúblicas bálticas, sino la soberanía de Rusia y Ucrania, sin las que la Unión no tenía sentido. Los soldados, dispuestos a disparar contra lituanos o azeríes, iban a recular ante los ciudadanos rusos o ucranianos. Yeltsin lo sabía. Y Leonid Kravchuk, un apparatchik cauto e inteligente, también. Nada podía hacerse si Rusia y Ucrania decidían salvarse a sí mismas y vaciar la Unión de recursos y de poder. Esta era la disyuntiva en la que se encontraban, y, como en otras ocasiones en la Historia, fue una acción desesperada y mal ejecutada la que desató la caja de Pandora al provocar lo contrario de lo que pretendía.

El golpe de agosto
Ante el fantasma de la desintegración, las cúpulas del KGB y del gobierno, temerosas de perder cargo y carrera, se lanzaron a la aventura. El 19 de agosto cortaron las comunicaciones de la casa de veraneo de Gorbachov en Foros y se personaron para pedirle que les dejara hacer lo necesario. El presidente soviético se negó a dar marcha atrás a las reformas y fue retenido durante tres días. El cerebro de la operación, el director del KGB Vladimir Kryuchkov, embarcó al ministro de Defensa Yázov y al inestable y abrasado vicepresidente Yanáyev, que asumió de facto la presidencia sin querer queriendo. Entre ruedas de prensa donde no sabía dónde meterse y sudores fríos por lo que podría llegar a pasarle si la cosa se torcía, Yanáyev, superado por las circunstancias, dio una imagen lastimera ante los medios, rebosante de improvisación y desorientación política. Hizo lo que le pidieron sus colegas, desde declarar el estado de emergencia hasta decir que Gorbachov se encontraba incapacitado para dirigir la Unión en ese momento. Pero su cara macilenta y arrasada por la indecisión y el cansancio no auguraban nada bueno para los golpistas.

Tras sacar los tanques a la calle y disponerse al asalto del Soviet de la república de Rusia, los sucesos se estancaron. El llamamiento a la población de Yeltsin acabó surtiendo efecto. Los rusos rodearon la Casa Blanca y se dispusieron a defenderla frente a un posible asalto de las fuerzas de élite del KGB y de los paracaidistas. El ministro de Defensa, viendo el escaso apoyo que el golpe estaba teniendo entre la ciudadanía soviética, no quiso ser el responsable de una masacre y le pasó la pelota a Kryuchkov, que sufrió el mismo temblor de verse ante un tribunal con cara de matarife. Subido a un tanque y enarbolando la bandera tricolor, Yeltsin se creció como en sus mejores noches etílicas, que no eran escasas sino abundantes. De los choques resultaron tres muertos y una declaración solemne de condena por parte de Occidente. Entre los golpistas las madrugadas cayeron como una indigestión histórica. Las deserciones no tardaron en llegar. Nadie quería cargar con el muerto. Tampoco faltaron los suicidios, como el del ministro del interior, Boris Pugo. Un aire a fin de era y a velorio por el fin de Roma se extendió como el vodka entre los gerifaltes de uno y otro lado. El 21 de agosto, el golpe se dio por concluido, y la URSS, a la que se pretendía salvar antes de que las repúblicas firmasen el nuevo tratado por el que Gorbachov se había desvivido, comenzó el más extraño y terminal de sus periodos.

El contragolpe

El golpe fallido abortó el nuevo tratado de la Unión e infló de legitimidad a Yeltsin, que apareció como el auténtico jefe de estado frente a un Gorbachov desaparecido. ¿Acaso Gorbachov había sido cómplice? Y si no lo había sido, ¿para qué servía? En los días posteriores al golpe estas preguntas se resolvieron de una forma dramática. A su regreso a la capital, Gorbachov fue aclamado, pero, en vez de ponerse al frente de la población y capitalizar el apoyo, marchó a su residencia privada dejándole a Yeltsin toda la escena. Su familia, escribió más tarde, ya había tenido suficiente.

Frente a un Gorbachov despistado e incapaz, Yeltsin metió la directa. Las masas urbanas de Rusia querían ser rusas, no soviéticas. Y Yeltsin les dio la rusificación nacionalista que querían, la de un proyecto nuevo que les devolviese todas las riquezas que con la URSS salían hacia todos lados, menos, dijo, hacia Rusia. El contragolpe de Yeltsin fue cruel y devastador. Puso y quitó ministros del gobierno de la Unión y cerró la sede del PCUS para evitar la destrucción de archivos y papeles. En una sesión con los diputados rusos que fue televisada, Yeltsin trató a Gorbachov con la altanería que da el vodka muy frío y tener al presidente de Estados Unidos al otro lado de la línea. Aquí, quiso decir con su gesto, mando yo, no tú. La venganza se había consumado. Gorbachov, le dijo con apuro George Bush a James Baker, estaba más muerto que vivo.

Pero Yeltsin no se quedó ahí. Envalentonado, procedió a suspender las actividades del PCUS en Rusia y le insistió a Gorbachov para que lo disolviera. Desarmado el PCUS en Rusia, el partido ya no tenía oxígeno para respirar ni fuerza para amenazar. La única base del poder del presidente de la Unión, ahora que las repúblicas la habían vaciado en su mayor parte, era el partido. Sin él, Gorbachov estaba perdido. Yeltsin había ganado. Gorbachov lo comprendió y dimitió como secretario general del PCUS, aunque no como presidente de la URSS. Aún iba a dar la batalla por una Unión en la que había crecido y más allá de la cual solo veía una catástrofe bíblica. O, en sus propias palabras, una Yugoslavia cargada de bombas nucleares.

La Unión agoniza

Ante la marcha de los acontecimientos en Ucrania, donde el nacionalismo independentista ganaba adeptos entre los miembros del PCUS como forma de salvar cargo y vida, Yeltsin amenazó con revisar las fronteras, desde Crimea a Moldavia. Este enfrentamiento volvió a situar a Gorbachov como una figura necesaria, y la idea de una confederación con presidente y política militar y exterior común volvió a la palestra. El presidente de Estados Unidos, que había intentado mantener con vida la Unión para arrancarle concesiones en materia de armamentos y geopolítica, siguió apoyando a Gorbachov sin dejar por ello de darle a Yeltsin el trato presidencial que éste tanto buscaba. Su política, ejecutada por el secretario de Estado James Baker, fue un éxito. No solo consiguieron el compromiso de un control estable sobre las armas nucleares soviéticas, sino que arrancaron a Gorbachov la promesa de que, a partir del 1 de enero de 1992, la URSS dejaría de apoyar a los gobiernos de Afganistán y Cuba. Ante un enemigo débil y titilante que coopera, no era necesario dar el golpe de gracia.

Ucrania, sin embargo, no parecía querer ni unión ni confederación. Kravchuk puso todo tratado en suspenso hasta que el referéndum sobre la independencia de Ucrania saliese por el sí o por el no. Firmar cualquier tratado hubiese supuesto jugar, valga la expresión, a la ruleta rusa. Frente a esta maniobra, Yeltsin tomó el control de los recursos naturales situados en Rusia, dejando a las instituciones de la Unión en bancarrota. Gorbachov, otrora todopoderoso, dependería ahora de lo que Rusia quisiera entregarle a cambio de sus gestiones como intermediario entre las repúblicas. Nada más le reservaba Yeltsin al presidente de la Unión Soviética. Amostazado por la propuesta, Gorbachov forzó un tratado que le otorgase más poderes, confiando en que su figura era imprescindible para que el espacio soviético no saltase por los aires. Pero ni la economía, en franco colapso, ni la corrosiva dinámica del poder dual establecido entre las repúblicas, por un lado, y la Unión, por el otro, le iban a permitir salirse con la suya.

Asfixiado por la situación, Gorbachov siguió pidiendo créditos y transferencias a Occidente, que, dejando las palabras al margen, se mostró rácano y esquivo para con un hombre que había puesto fin a la temida Guerra Fría. Olía a cadáver político y se le trató en consecuencia. Mientras Gorbachov se daba su último paseo internacional en la cumbre de Madrid, los dirigentes locales de las repúblicas, antaño golpistas y ahora independentistas, se repartían el futuro del antiguo imperio zarista como bandoleros o piratas del futuro.

El diciembre más frío

El referéndum ucraniano del 1 de diciembre invalidó el referéndum soviético del 17 de marzo. En este referéndum, la población, incluida la ucraniana, había dado un mayoritario respaldo a la preservación de una Unión Soviética reformada sobre principios democráticos. El nuevo referéndum, en cambio, dejó a Gorbachov sin resuello y sin clavo ardiendo. La aplastante mayoría ucraniana votó por la independencia. Incluso los antiguos comunistas, a los que Kravchuk les garantizó inmunidad y buen trato si apoyaban el proceso, votaron a favor. Si Rusia había desangrado política y económicamente la Unión, ahora Ucrania le daba el sí quiero a la desmembración.

Con este resultado en la cabeza, los presidentes de Bielorrusia, Ucrania y Rusia se reunieron al norte de Brest para firmar el Tratado de Belavezha. Era 7 de diciembre, y todo iba a cambiar para siempre. Al día siguiente, entre una noche y un desayuno atiborrado de champán, improvisación y bravatas, se creó la Comunidad de Estados Independientes (CEI) y se afirmó que la URSS había dejado de existir como “sujeto de derecho internacional y como realidad geopolítica”. La Federación Rusa sería su heredera en materia de control nuclear y en el Consejo de Seguridad de la ONU. En esta reunión, que dio un resultado que casi nadie de los asistentes esperaba, no solo se procedió a abandonar la URSS, como habían hecho las repúblicas bálticas, sino que se decidió disolverla como miembros fundadores que habían sido en 1922. Excitados por el insomnio y el futuro, dejaron a Gorbachov sin poder formal, y a la URSS, sin vida.

A la firma de este tratado le sucedieron dos semanas frenéticas en las que Gorbachov, por un lado, y Yeltsin y Kravchuk, por el otro, recabaron apoyos. Kravchuk fue convocado a Moscú, pero, ya investido como presidente de Ucrania, rechazó volar como antaño. El temor a ser detenido, o asesinado en pleno vuelo, lo dejó en tierra. Gorbachov lo llamó enfurecido, y Kravchuk, considerándose tan presidente como cualquiera, decidió no coger el teléfono. Tras una serie de conversaciones agotadoras con Yeltsin y con las repúblicas centroasiáticas, que esperaban a que Kazajistán moviese ficha -la única de estas repúblicas con misiles nucleares-, Gorbachov se quedó helado. Era un hombre políticamente muerto desde hacía semanas. En un último intento, quiso llevar su proyecto de unión al Congreso de Diputados del Pueblo, del que ya se habían retirado cientos de diputados. No hubo caso. El 16 de diciembre, Kazajistán se declaró independiente. La Unión había terminado.

A Gorbachov solo le quedaba realizar el traspaso de poderes. Yeltsin exigió que fuese lo más rápido posible. Abandonado por casi todos, Gorbachov dimitió el 25 de diciembre. En su declaración no pidió perdón ni legó a Yeltsin ni esto ni aquello. Fue una declaración áspera y amarga, pero serena. Gorbachov creyó que la disolución de la Unión era una tragedia. Pero había cambiado tanto la URSS, y con ello al mundo, que ya no había sitio para él. Al poner en marcha una reforma que daba poder a las repúblicas, la autopista para la lucha por el poder fuera de los cauces del PCUS no siguió ninguna regla conocida por el sistema. En otras palabras, el cargo y las prebendas dejaron de depender del PCUS y de Gorbachov, y pasaron a hacerlo de los electores de cada república. La competición por el poder, por tanto, incendió la descentralización y convirtió la perestroika en un tren a 300 por hora.

En cualquier caso, es difícil decir qué tipo de Unión hubiese mantenido Gorbachov de no mediar el golpe de Estado de agosto, pues el modelo económico y social que tenía en mente no era compatible con el que Yeltsin y los suyos iban a poner en marcha a partir del 1 de enero de 1992. Ucrania, por otra parte, no quería ya la Unión, y Rusia no iba aceptarla sin Ucrania. El PCUS, en verdad, era el único elemento vertebrador de la Unión Soviética junto con el Ejército Rojo. Desguazado el primero, el segundo quedó desorientado. Las fuerzas que el presidente de la URSS había puesto en marcha se le escaparon de las manos. Y así, en medio de la sorpresa del mundo entero, que seis años antes nunca hubiese imaginado probable semejante suceso, se llegó a la noche en la que Gorbachov cerró el mayor experimento de ingeniería social del siglo. Esa noche, la bandera de la URSS fue arriada por última vez en el Kremlin. Enrabietado por el discurso de Gorbachov, Yeltsin decidió no respetar la fecha del 31 de diciembre como el último día en el que la bandera ondearía al viento helado del mausoleo de Lenin y de la Plaza Roja.■

Bibliografía

Lewin, Moshe, El siglo soviético: ¿Qué sucedió realmente en la Unión Soviética?, Barcelona, Crítica, 2017.

Plokhy, Serhii, El último imperio. Los últimos días de la Unión Soviética, Madrid, Turner, 2015.

Taibo, Carlos, Historia de la Unión Soviética, 1917-1991, Madrid, Alianza, 2010.

Taubman, William, Gorbachov. Vida y época, Barcelona, Debate, 2018.

Miguel Ángel Sanz Loroño
Doctor en Historia
marxenelaula@gmail.com

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