04 agosto 2020

Los Borbones: el Estado soy yo

Miguel Ángel Sanz Loroño - Doctor en Historia - marxenelaula@gmail.com
julio 2020 | BORBONES | HISTORIA DE ESPAÑA I CORRUPCIÓN

En 1700, Felipe V instauró la dinastía borbónica en las tierras hispánicas. Después de él se han ido sucediendo los monarcas de la casa real francesa de Borbón. Tras la abdicación de Juan Carlos I, Felipe VI es el undécimo monarca Borbón en España. En la foto de izquierda a derecha: Carlos IV, Fernando VII, Isabel II, Alfonso XIII, Juan Carlos I y Felipe VI.


Desde que en 1700 Felipe V instaurara las dinastía borbónica en el trono español, han pasado más de tres siglos y 11 monarcas. La muerte de Carlos II “El Hechizado” sin descendencia posibilitó la llegada de los borbones a España. No sabremos nunca si con otra familia real la historia hubiese sido diferente, pero lo que sí sabemos es que el denominador común de esta dinastía ha sido la corrupción generalizada bajo todos sus reinados.

El 25 de junio se cumplían 150 años de la abdicación de Isabel II en la figura de su hijo Alfonso. El niño sería el decimosegundo del reino y el primero con ese nombre de los Borbones, casa fundada por Felipe V, llamado el Animoso. Una vez muerto sin descendientes el último Habsburgo (1700), hechizado por la endogamia y los curanderos, el Rey Sol de Francia encajó a su sobrino Felipe en el trono hispano. Además de abusar de los perfumes, los empolvados y las pelucas selváticas, Luis XIV es la máxima expresión del absolutismo monárquico. Cuando resumió su forma de entender el gobierno con la apócrifa frase “el Estado soy yo”, no solo mostró cómo entendía un monarca absoluto su función, sino que señalaba lo que le correspondía por derecho de nacimiento. Lejos de la leyenda mosquetera, en la familia Borbón todo era para uno solo.

Los Borbones, que perdieron la cabeza en Francia hace más de dos siglos, no han podido deshacerse de este lema familiar. En la era de Luis y de Felipe, tío y sobrino, el rey, que lo era por origen divino, constituía el pilar del sistema político y la coraza de la nobleza, que a lo largo de los siglos XVI y XVII había cedido varios de sus privilegios a cambio de protección frente al campesinado y frente al futuro. Pasado el Siglo de las Luces, y con él la ristra de Luises, Carlos y Fernandos, todos con peluca y retratados a caballo, la monarquía tuvo que dejar atrás la momificación para seguir respirando. Incluso en Francia, donde brevemente volvieron a reinar una vez derrotado Napoleón, se cuidaron mucho de ahondar en las costumbres de antaño. Con un Borbón guillotinado, la familia había tenido escarnio suficiente para un par de Luises de regalo.

Los estertores de los borbones absolutistas

En España el futuro no había sido acelerado con la cuchilla revolucionaria y hubo que esperar a que Fernando VII se ahogase en su propio cuerpo para que el Estado dejase de temblar cada vez que el rey se levantaba con el pie izquierdo. Caía el otoño de 1833 cuando la figura del monarca estaba a punto de pasar de cimiento del sistema a clave de bóveda. Muerto Fernando, víctima de sus hábitos pantagruélicos y de su memez cultivada, le sucedió como regente María Cristina de Borbón, sobrina del finado y madre de su única hija, de apenas tres años. Con ella comenzó la construcción del Estado liberal y, por tanto, la adecuación del sistema político a una realidad socioeconómica que no cabía ya en la anterior ordenación institucional. Pero para darle rienda suelta al capitalismo, cosa que se hizo a trancas y a barrancas, a revueltas y fusilamientos en masa, el antiguo régimen debía ser desmontado jurídicamente, y eso es lo que se hizo durante su Regencia y el reinado de Isabel, la segunda después de la Católica. 


Toda monarquía es, por definición, una privatización de la cosa pública (res publica), ya que se trata del gobierno de uno que, además, es inviolable, es decir, no rinde cuentas ante nadie.


En el Estado liberal la figura real iba a ser fuerte, pero no absoluta. Dependiendo de la inteligencia del monarca, podía abrasarse haciendo suyo el Estado, es decir, reinando, gobernando y mangoneando, o podía retraerse deviniendo invisible, esto es, solo reinando, lo que también comporta peligro, porque puede dar la impresión al súbdito de tener por rey un florero. Encontrar el punto medio fue algo que los Borbones y sus acólitos buscaron hacer en sucesivas Constituciones y en el día a día, pero no les salió relativamente bien más que una vez, con Alfonso XII, y eso se debió a que el rey Caballero murió de tisis antes de que tuviese tiempo de cavarse la tumba política. Y es que el paso del pueblo de la condición de súbdito a la de ciudadano no es algo que ninguna monarquía lleve bien en general, y la borbónica en particular. Es duro acostarte siendo rey por la gracia de Dios y levantarte como jefe del Estado por una Constitución que afirma que la soberanía o es compartida con el Congreso (Constituciones conservadoras), o directamente no te pertenece (Constituciones progresistas). La risa, como el llanto, va por familias o por casas, y en las reales hasta las lágrimas parecen un chiste malo.

El problema, sin embargo, se encuentra en el origen de la institución. Toda monarquía es, por definición, una privatización de la cosa pública (res publica), ya que se trata del gobierno de uno que, además, es inviolable, es decir, no rinde cuentas ante nadie. La patrimonialización del Estado, por tanto, va de suyo. Un rey considera un derecho natural lo que, en verdad, es un privilegio que le separa del cuerpo ciudadano, y a esto, que en la época de los Luises y Felipes, de los señores y los siervos, se le llamaba “su majestad”, ahora no es más que la legitimación de una corrupción. Porque lo que sería ilegal para todo el mundo, es legal para un rey. Lo normal, por tanto, es que confundan nación y Estado, familia y capricho, tal y como le sucedió a Isabel II. Razón por la que, virtudes o vicios al margen, los Borbones han terminado en España haciendo papelones de comedia escritos sobre páginas de tragedia.

El comienzo del “borboneo”

Quien supo de ambos géneros literarios fue María Cristina, primera cabeza del Estado liberal en España, descontado el breve reinado de José Bonaparte. Capaz de soportar a una mole con gota como Fernando VII, pero incapaz de frenar las ansias de riqueza de su pareja morganática, Fernando Muñoz, María Cristina hizo de su capa un sayo, y contrajo matrimonio en secreto con este guardia de corps elevado a duque de Riánsares por méritos de alcoba. En su periodo de ejercicio (1833-1840), la Reina Madre tuvo que avenirse a soportar revueltas de sargentos liberales, matanzas de frailes y motines de la chusma o la canalla, que es como llamaba una buena reina liberal como ella a los que no poseían casa o hacienda. 


Aunque el término se le atribuye a Alfonso XIII, fue María Cristina la que dio comienzo al célebre “borboneo”, que es la manera de reinar, gobernar y mangonear, es decir, entrometerse en todo negocio, político y económico, que se cueza en el reino

 

Aunque el término se le atribuye a Alfonso XIII, fue ella la que dio comienzo al célebre “borboneo”, que es la manera de reinar, gobernar y mangonear, es decir, entrometerse en todo negocio, político y económico, que se cueza en el reino. Con los nuevos gerifaltes del sistema producidos por la guerra carlista (1833-1839), la emisión de deuda pública y la desamortización de Mendizábal, que apenas saneó la Hacienda, pero, en cambio, sí dio tierra a quien ya tenía y se la quitó al que nada o poco guardaba, María Cristina fue forzada a dejar la regencia en manos del general Espartero a cambio de conservar hija y fortuna. Marchó a Francia, y desde allí preparó su vuelta y la de su marido, conchabándose con el general Narváez, llamado el Espadón de Loja, que tenía por costumbre gobernarlo todo como un cuartel o un cortijo.

Derribado Espartero en 1843, volvieron María Cristina, Riánsares, y la llamada Corte de los Milagros, esto es, un enjambre de curas, monjas y arribistas de mal agüero. Declarada Isabel mayor de edad a los 13 años, y asentada su tropa milagrera para hacer de Madrid palacio y establo, sometieron al reino a un saqueo sin parangón en Europa. Borbónica de tomo y lomo, Isabel se rodeó de generalotes con medallas y de piratas con chistera. Las cifras estimadas de la corrupción de su reinado son inciertas, pero mareantes. La desigual y arbitraria modernización económica del territorio se hizo de acuerdo con las subastas de tierras amortizadas, un sistema fiscal ineficaz y regresivo, la especulación en la Bolsa, las minas y, sobre todo, el ferrocarril, desarrollado por medio de compañías de capital francés pero, como siempre para los que juegan con las cartas marcadas, con apoyo del Estado. No hubo negocio aprobado en España del que Madrid no sacase tajada. No hubo aventura financiera de la que la reina y su círculo no obtuviesen una mordida. Todos abrevaban de los pelotazos y la Hacienda.

Uno de los bebedores más osados fue el marqués de Salamanca. Precursor de muchos empresarios que hoy zumban en la capital, se hizo con el estanco de la sal con menos precio del que le convenía al Estado; proyectó caminos de hierro por toda España, aun a sabiendas de que no serían rentables; obtuvo a precio de saldo la concesión de líneas que sí daban beneficios, y después las exprimió hasta dejarlas secas; convenció a la Corte para fundar el Banco de Isabel II, lo que hoy llamaríamos un banco malo, que le permitió sanear sus cuentas a costa del Estado previo pago a Narváez y a la reina; y, finalmente, rehízo Madrid a golpe de pelotazo urbanístico y concesiones para sus empresas. Fiel a la Corte hasta el final, puso sobres donde debía, quitó ministros cuando le convenía y se enriqueció como solo pueden hacerlo los que tienen amigos o deudores gestionando el Boletín Oficial del Estado, llamado entonces, elocuentemente, Gazeta de Madrid.

El pueblo de la Villa, sin embargo, se enfureció en 1854. Aprovechando un pronunciamiento de gerifaltes progresistas, que llevaban diez años apartados del gobierno, quemaron la casa del marqués de Salamanca, factótum de los chanchullos, y la del primer ministro de turno, uno de los Sartorius elevado a conde de San Luis. Las llamas obligaron a María Cristina y marido a huir con lo puesto. Sofocado el furor revolucionario por los propios progresistas, que temían al pueblo desbocado, Isabel volvió al borboneo. La corrupción formaba el sistema. Era cuestión de tiempo que, en una ebullición de motines por el pan, agravios morales y crisis económica, se sobrecalentase la máquina y la reina saltase por los aires.

En 1865, ante una Hacienda quebrada, el gobierno de Narváez subastó bienes del Patrimonio del Estado, que la reina consideraba suyos. Pero, en una muestra de generosidad sin precedentes, dijo el Espadón de Loja, Isabel cedía el 75 por 100 del valor de la venta al Estado, quedándose para ella con el 25 por 100. Esta confusión del Estado con la monarquía, y lo de todos con lo de una, generó un fuego que provocó la caída no ya del gobierno, sino de la dinastía. La mordida disfrazada de gesto generoso con el que se adornó Isabel, el “rasgo” del que habló Narváez y sobre el que escribió Castelar, incendió la noche de San Daniel y dejó sobre la plaza del Sol más de una docena de asesinados a manos de la Guardia Civil. Al año siguiente, una sublevación en San Gil contra la reina se saldó con el fusilamiento de medio cuartel. Isabel II chapoteaba en fango, sangre y crisis de las compañías ferroviarias, reventadas después de asumir que no había España para tanta línea de tren a ninguna parte. La Corte de los Milagros se había quedado sin ellos. 


Abandonada por las clases que representaban los intereses del comercio, la industria y los terratenientes, Isabel II llamada la Castiza en sus días de gloria y la de los Tristes Destinos en sus tardes de exilio, partía al extranjero en 1868 después de verse abandonada por los de arriba y vilipendiada por los de abajo.

 

La alta burguesía madrileña, creada al calor de las desamortizaciones, la Bolsa y las compañías ferroviarias, había tejido y destejido España al gusto de su cartera. Con Isabel lo ganaron todo, y ahora no querían perder nada. No se iban a jugar la bolsa y la vida por una reina que ya no les servía. Abandonada por las clases que representaban los intereses del comercio y de la industria, los terratenientes del vino, el aceite y el cereal no quisieron jugarse las haciendas en una guerra civil para defenderla. Tras otro pronunciamiento y una derrota realista en Alcolea, Isabel, llamada la Castiza en sus días de gloria y la de los Tristes Destinos en sus tardes de exilio, partía al extranjero después de verse abandonada por los de arriba y vilipendiada por los de abajo.

El reinado de los Alfonsos

Pasado el Sexenio Democrático (1868-1874) al grito de “nunca más los Borbones”, la dinastía regresó a España para permanecer en el trono hasta 1931. En estos seis años la península conoció el reinado de Amadeo de Saboya, frugal y honesto en términos borbónicos, y la I República, federal, unitaria y cantonal. Tras sendos cuartelazos de los generales Pavía y Martínez Campos contra este espíritu revolucionario, Alfonso XII, el Pacificador, caballero enamorado y viudo melancólico, apenas tuvo tiempo de decir este trono es mío. Pero sus diez años de reinado fueron suficientes para que Cánovas y Sagasta restauraran un régimen oligárquico, caciquil y represivo, al que su hijo póstumo, tras la Regencia de otra María Cristina, ciertamente mucho menos venal que la anterior, iba a dar la puntilla.

Efectivamente, Alfonso XIII, llamado el Africano como el romano Escipión, pero sin inteligencia estratégica de ningún tipo, tenía un carácter calavera y simpaticón, completamente borbónico. Aficionado a la velocidad, la pornografía y los uniformes de capitán general, jugó a ser un káiser castizo, modernizador fallido y campechano sin gracia. Alfonso borboneó sobre una España partida por fracturas de clase y de nacionalidad, en la que el ejército, incapaz de ganar guerras que no fuesen contra huelguistas de la ciudad o del campo, iba a vengar sus humillaciones imponiendo el orden público en la península y en Marruecos. 


Alfonso XIII, tenía un carácter calavera y simpaticón, completamente borbónico. Aficionado a la velocidad, la pornografía y los uniformes de capitán general, jugó a ser un káiser castizo, modernizador fallido y campechano sin gracia.


El Africano puso y quitó ministros a su antojo; se rodeó de los mismos milagreros del pelotazo que sus antecesores; apoyó todas las bravuconadas militares; gastó lo que le vino en gana, confundiendo de nuevo el Patrimonio del Estado con el suyo propio, y finalmente hundió la monarquía al aceptar el golpe de Primo de Rivera (1923). No por casualidad, el cuartelazo de Primo se dio justo cuando iban a conocerse las implicaciones del rey en el desastre militar de Annual, ocurrido dos años antes. Para entonces, el sistema de partidos creado por Cánovas y Sagasta medio siglo atrás ya no funcionaba. No representaba a casi nadie. Alfonso recurrió entonces a lo que los regeneracionistas llamaron “cirujano de hierro”, y él, elocuentemente, “mi Mussolini”. Sin embargo, lo único que hizo el dictador fue desguazar el sistema tradicional de partidos y exponer al rey a la desgracia. Si Primo fracasaba, otro Borbón cruzaría la frontera con el rabo entre las piernas. Y así sucedió.

Las restauración borbónica de 1978

El 14 de abril de 1931, unas elecciones municipales mostraron que incluso el feudo del conde de Romanones se había hecho republicano. Alfonso marchó al exilio sin renunciar a sus derechos dinásticos, que legó a su hijo Juan, destinado a ser padre de rey, y punto. Tras el sangriento saqueo de España por el franquismo de la posguerra y del desarrollismo, vino la Transición y la modernización socialista, sobre cuya épica de la corrupción cabalgó con gracia y campechanía borbónica Juan Carlos I, llamado Padre de la democracia y de muchas otras maneras. Al igual que Luix XV, o todo buen Borbón, Juan Carlos I pensó que después de él podía muy bien venir el diluvio. Por eso le apartaron en 2014 del trono, por miedo del hijo a quedarse casado y sin corona, y por terror del sistema de partidos a verse con su clave de bóveda hecha trizas. Durante décadas, la impunidad con la que don Juan Carlos se condujo durante su reinado, de cuyas hazañas tenemos ahora buenas pruebas, solo podía saberse por quienes estaban en el secreto o por quienes leían prensa extranjera. 


Hecho rey por el general Franco, el fallido golpe de Tejero permitió a Juan Carlos I sustituir un origen ignominioso por otro menos impresentable, que los palmeros elevaron a heroico. No hace falta incurrir en conspiraciones ni en hipótesis enloquecidas para saber quién salió ganando aquella noche.

 

Hecho rey por el general Franco, el fallido golpe de Tejero le permitió sustituir un origen ignominioso por otro menos impresentable, que los palmeros elevaron a heroico. No hace falta incurrir en conspiraciones ni en hipótesis enloquecidas para saber quién salió ganando aquella noche. El 23F le consolidó en el trono, forzando que casi todos los que no querían helarse en la estepa republicana, desde franquistas demócratas de toda la vida hasta excomunistas sin vergüenza, se hicieran juancarlistas, que no monárquicos, porque el término indica vasallaje, y nadie quiere hacer el papelón de lacayo cuando otros le están mirando.

Lo que vino después fue agradecimiento, silencio ante sus correrías, el Bribón de regalo, anécdotas en moto y tabernas, portadas rosa en Mallorca y portadas blancas en Zarzuela. El idilio llegó a su clímax en 1992, primero, y en las bodas de las infantas y el príncipe, segundo. Ni las caídas de sus conocidos (un rey no tiene amigos) Javier de la Rosa y Mario Conde, que se abrasaron al acercarse al rey del sol, le hicieron temblar lo más mínimo. Pero el fenómeno de la recuperación de la memoria represaliada a partir del año 2000 y la crisis económica del año 2008 cambiaron España. Las estafas del yerno, el elefante muerto en Botsuana y las roturas de cadera haciendo acrobacias borbónicas, mostraron lo que el rey había hecho siempre, pero poca gente había estado dispuesta a publicarlo y a creerlo. La impunidad, bien asentada en España para quien no roba gallinas, sino provincias enteras, se había terminado, al menos simbólicamente. Porque el Congreso, recordémoslo, sigue rechazando investigar a un rey que ha sido, y es hoy en día a pesar de no estar en el cargo, inviolable e irresponsable.

Con el reino en la ruina y el rey en la picota, Felipe VI, apodado el Preparado, tomó el testigo de su padre Juan Carlos. Por el bien de la estabilidad y de los negocios, la consulta sobre la república se juzgó alucinada e innecesaria. La demofobia de este gesto es el corolario necesario de un reinado marcado por los tupidos velos. España, dicen, no puede arriesgarse a no tener a una cabeza del Estado inviolable y hereditaria. España, por tanto, no está madura para la democracia. La república, la cosa común, es un principio democrático que los herederos del marqués de Salamanca no pueden aceptar de ninguna manera. Los 65 millones de euros de comisión por las obras del AVE, que presuntamente don Juan Carlos cobró a sus amigos sauditas, es una muestra de cómo se ha hecho España desde que la Corte se llenara de milagreros y espadones, de confusiones entre el trono y el Estado. Forzado por la noticia, Felipe VI ha renunciado a la herencia paterna, dejando que a don Juan Carlos se lo empiece a comer la historia. El nuevo Borbón está dispuesto a renegar del padre antes de que la podredumbre lo ponga, por tercera vez en la familia, en la frontera. Pero entre compañeros de yoga poco recomendables y lunas de miel financiadas por milagreros del pelotazo, la historia familiar parece seguir el curso natural de las cosas. El tiempo dirá si escribiremos sobre Felipe VI con la plantilla de la tragedia o de la farsa. Aunque una cosa es segura: ni el Estado cabe en una cabeza ni España termina en una sola familia.


Las estafas del yerno, el elefante muerto en Botsuana y las roturas de cadera haciendo acrobacias borbónicas, mostraron lo que el rey había hecho siempre, pero poca gente había estado dispuesta a publicarlo y a creerlo.

 


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