10 diciembre 2021

#AlbertoDíaz - La dialéctica entre la ausencia de Dios y la compasión en el siglo XXI



La dialéctica entre la ausencia de Dios y la compasión en el siglo XXI


Simone Weil, Hanna Arendt, Stefan Zweig, Walter Benjamin, Sartre, Unamuno, Ortega, Mann, Freud, Einstein, comparten una misma y curiosa interrelación dialéctica entre dos figuras retóricas, símbolos éticos o ideas que deberían estar unidos según la ortodoxia espiritual, filosófica y religiosa: Dios y la compasión. Dios como ausencia, como silencio no comprendido y la compasión como un sentimiento, emoción o práctica cuya ausencia vierte todos los males en el mundo y de hecho lo hizo -y lo hace- en el siglo XX y en el que vivimos. Para ilustrar esta hipótesis dialéctica he acudido a dos libros aparecidos casi simultáneamente y en la misma editorial (Fragmenta): “Simone Weil: el silencio de Dios” de Josep Otón y “La compasión en un mundo injusto” de Juan José Tamayo.

La lectura de un libro del profesor Josep Otón sobre Simone Weil (Fragmenta Ed.) y el incisivo tópico espiritual del “silencio de Dios” ante las brutales tragedias y horrores de la primera mitad del siglo XX, me han provocado una reflexión: las personas que tienen fe, religiosa o espiritual, en un Ser trascendente, a pesar de Su silencio ante la injusticia y crueldad del ser humano (caso de Weil, Primo Levi, Rilke, Unamuno y tantos otros) tienen una profunda ventaja ante los escépticos que no creemos más que en la maravilla de este mundo del que formamos parte y en la del cuerpo, cerebro y mente de la persona: ese ser extraviado, capaz de crear cimas de arte, filosofía, literatura, arquitectura, tecnología… Un ser que tiene la perfecta complejidad de todo lo que vive en la Tierra y la crueldad estúpida y ciega del mayor depredador existente.

La ventaja para el creyente es que a pesar de sentirse ignorado y angustiado por Su silencio, razona para justificarlo y, con ello, justifica su fe y la coloca por encima de su sentido común, la lógica de los hechos y sus sentimientos. Ese hálito trascendente es el plus que los escépticos -incluso los cínicos- admiramos y nos produce una cierta perplejidad.

La Weil es un ejemplo paradigmático. El profesor Otón lo reconoce: a pesar de ser una figura fuertemente contradictoria, algo irracional y de actitudes extremas. Era una contestataria que no ocultaba sus privilegios burgueses, pero esgrimía una intolerancia franciscana a cualquier tipo de humilde aportación que le llegara para darle una vida más cómoda. Era una mente privilegiada incapaz de ofrecer un mensaje sencillo a todos sus compañeros obreros o una ayuda ética al nivel de su preparación intelectual. A cambio ofrecía su ejemplo: sufrir con ellos todos los rigores y carencias físicas y mentales. También muestra un antisemitismo inoportuno en ese tiempo -y además sorprendente- ya que era de ascendencia judía. No detuvo nunca su pluma pero no logró -o no quiso- articular sus ideas en libros. Templó su anarquismo ideológico y vital con una espiritualidad visceral que no admitía elaboración religiosa. Ignoró el legado greco-romano y las filosofías afines como el estoicismo o el neoplatonismo, pero manifestó de distintas formas su creciente acercamiento a la figura de Cristo, con el que estableció una extraña dialéctica de presencia y ausencia, un misticismo que se enriquece por su ansia y deseo de lo sagrado. Simone Weil es una figura trágica, digna de respeto y estudio en el siglo XXI.

Por otra parte, el palentino Juan José Tamayo nos ofrece una compleja y ambiciosa argumentación sobre la ambigüedad histórico-religiosa de la compasión ajustándose en lo posible al enunciado que Schopenhauer hace del concepto: “es la participación totalmente inmediata e independiente de toda otra consideración, ante todo en el sufrimiento de otro y, a través de ello, en la obstaculización o supresión de ese sufrimiento”. Esto la desvincula de la hipócrita “virtud” pública que ha lastrado los comportamientos sociales y durante siglos mantiene a la compasión ”bajo sospecha”. Como decía María Zambrano: “vive de incógnito desde hace mucho tiempo, pareciere que no existiera”. Lo cual hizo que filósofos de la dimensión ética de Spinoza, Aristóteles, Kant o Nietzsche preconizaran desterrarla de la vida humana (este último apostilló: “Dios ha muerto por exceso de compasión”). Como escribía Aurelio Arteta “la sensiblería suele conformarse con deplorar el aspecto teatral del drama o la tragedia que contempla, pero sin trasladarse de verdad a la hondura del doliente”. Para superar esto hay que seguir el consejo de la Zambrano que la considera un “sentimiento actuante”, una “práctica compasiva” que actúa por altruismo no por egoísmo.

Martha Nussbaum la defiende como “una forma inestimable de acrecentar nuestra conciencia ética y comprender el significado humano de determinados acontecimientos y políticas”. Una suerte de empatía (al modo de Husserl), vivencia del ser humano que rescata la “reciprocidad mutua” como alternativa a la ‘necropolítica’ neoliberal (el valor superior de unas vidas sobre otras: como hemos visto en la pandemia, reflejado de forma vergonzosa en ancianos, inmigrantes y una parte de la población mundial de países sin recursos o con gobiernos dictatoriales o negacionistas).

Tamayo nos hace un severo análisis del mundo en el que vivimos, que es una negación absoluta de la compasión y una advertencia admonitoria a las personas que se sienten heridas por el silencio de Dios ante esta crisis sistémica en la que vivimos. En esencia es el reto que nos impone el siglo: el silencio de Dios articulado con el “silencio“ de la compasión o su falsedad, que vienen a ser las dos caras de la misma sensación de absurda inoperancia que ambas trascienden. La ausencia de “Dios” es el reflejo inverso de la ausencia de compasión que aflora permanentemente en las relaciones humanas, familiares, sociales, de raza, religión, género sexual o sesgo político; en la desigualdad creada por la xenofobia, la falta de recursos, los excesos de producción y de consumo, la gradual destrucción del medio ambiente, la banalización de la cultura, el esclavismo digitalizado, los avances de fascismos y totalitarismos, la violencia como reacción gratuita e innecesaria, el desprecio a las leyes y a la autoridad. No se pretende comparar o compaginar la creencia en Dios con la necesidad de la compasión, sino destacar el hecho de que ambas proceden del mismo origen, la misma semilla: la idea de Dios es la de un Ser trascendente que atrae y libera lo mejor de nosotros y la de la compasión es una actitud, un sentimiento, que hace el mismo efecto en nosotros respecto a nuestros semejantes, ya que con ello facilita el encuentro con lo divino que es, por definición, lo que justifica la vida del creyente tanto como la compasión da sentido a la vida de la persona.

Esta articulación entre Dios y la compasión se convierte, cuando es una práctica, en una referencia ética que influye en todos los ámbitos del saber y el quehacer humanos. Y aquí no se trata de una cuestión entre creyentes y escépticos sino en una praxis que podría hacer que el progreso tecnológico en el que vivimos (y sus crisis) se vea acompañado por un progreso ético en el que la solidaridad, la igualdad y la compasión logren, poco a poco, ayudar a superar o mitigar las brechas que contundentemente denuncia el libro de Tamayo: las de la desigualdad, la injusticia ecológica (con las cuatro amenazas que Leonardo Boff enumera: armas de destrucción masiva, escasez de agua potable, sobreexplotación de la Tierra y calentamiento global). Precisamente ese autor, citado por Tamayo, destaca la necesidad de despertar mundialmente a la “espiritualidad”. Esa función o dimensión profunda del ser humano que está íntimamente relacionada con las ideas de lo divino y de la compasión. El odio y rechazo al Otro (inmigrantes y refugiados), la injusticia de género, la desigualdad económica, cultural y cognitiva, configuran una visión crítica del mundo donde, precisamente, se ignora la compasión y la fuerza redentora que daba la “existencia” de Dios (lejos del “Dios” de la intolerancia y el fanatismo).

Tamayo completa su libro con un erudito recorrido por las religiones y el papel de la compasión en sus estructuras, la teo-política de la compasión, el humanismo y transhumanismo del concepto, una suculenta referencia a la “memoria subversiva de las mujeres olvidadas”, el diálogo –tan necesario- entre religión y ciencia al respecto; algunos autores que reclaman la ética de la compasión y un epílogo magníficamente actual sobre una “mística de ojos abiertos”, escrito en época de pandemia.

Para cerrar la hipótesis de este trabajo y volver a la dialéctica entre la ausencia de Dios y la de la compasión humana, cito a la Weil: “toda hermenéutica conlleva una ética. Por tanto un cambio de perspectiva que muestre el sentido sagrado del mundo y de la vida provoca una transformación radical de las relaciones con la realidad”. Para la pensadora alemana, nos recuerda Otón, la historia es “un proyecto en construcción en el que las condiciones de la existencia

-sujetas al azar según Darwin- pueden variar con las decisiones de los individuos, que son capaces de influir en la dirección de la historia”, ya que como dice en otro lugar: “el problema gravita en la naturaleza humana, al tratar a los demás como un medio y no como un fin en sí mismos”...■

FICHAS

SIMONE WEIL: EL SILENCIO DE DIOS.- Josep Otón.- Fragmenta Editorial.-220 págs.
LA COMPASIÓN EN UN MUNDO INJUSTO.- Juan José Tamayo. Fragmenta Editorial.-296 págs.

Alberto Díaz
Periodista, Psicólogo y Crítico literario
charlus03@yahoo.es 


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